Qubikum

Una jovencita corría por un camino como si buscara algo. Parecía que quería encontrar lo que había perdido. De repente se detuvo para dejar una marca en el camino. Buscó una perfecta roca y con ahínco la jalonó. En esa misma roca, pudo leer una bella oda que alguien había dejado escrita. La roca quedó marcada con una huella que advertía que algo importante ocurriría.

Adierem, una joven de fuerte carácter, decidida, también insegura, rebelde, de rasgos sueves y perfil bondadoso, siguió su camino en dirección a ese supuesto lugar donde deseaba hallar lo que creía haber perdido. La firma que perforó en el mismo centro de la piedra, reveló que su deseo era profundo y que todo lo que sucediera después de aquel momento, sería crucial para su vida.

Siguió con el paseo, cada vez con algo más de prisa. Se comenzó a poner algo nerviosa conforme las palabras de aquella oda, penetraban en su interior. Tenía la certeza de que era importante lo que tenía que descubrir por sí misma. Una fuerza la impelió, dándole más prisa. Comenzó a correr de nuevo. Un ave se cruzó en su camino para hacerle de guía. Corrió horas y horas, creyendo que en cualquier momento perdería el empuje del águila. Corrió tras su guía agotándose, vaciándose, dejándose la piel en la búsqueda de sí misma.

A duras penas se distinguía la rojez de su rostro, oculta por la oscuridad de su piel. La envergadura de sus largas piernas, le garantizaban pasos largos y seguros. En ese avance estaba, cuando sin pensárselo frenó. Una arcaica arcada de anciana arquitectura, apareció en el camino. Era impresionante ver como la piedra daba entrada a un mundo desconocido para Adierem. El arco que describía era de tal perfección, que, si te detenías en el mismo dintel, podías sentir como te hallabas entre dos mundos. Adierem no se lo pensó, respiró profundo y cruzó el umbral.

Apareció en un espacio tenebroso de luz. La espesa niebla impedía que pudiera ver el enclave en el que se encontraba tras haber tenido la valentía de cruzar. Escuchó su nombre.

—Adierem — susurró alguien cuya tenue voz le era desconocida —. Ven, acompáñame, sujeta mi mano. Es por aquí.

Adierem, hizo caso, sujetó con fuerza la mano de aquella desconocida y la siguió. Si se hubiera detenido a reflexionar, jamás hubiera hecho nada de lo que hizo, pero no fue el caso, y gracias a ello, valió la pena lanzarse a lo desconocido con el único empujón que te da desear algo.

La niebla era cada vez más densa. A través de pequeños claros, Adierem podía apreciar que estaban recorriendo las entrañas de un bosque de altas acacias, de bellos tonos amarillos y dorados. A cada paso, podía oler a tierra húmeda, incluso si prestaba atención a hongos y a musgo. Algunos robles y encinas, así como abetos y pinos, se mezclaban en una extraña danza de copas todas diferentes y todas preciosas. El enclave era espectacular, era único para ser vivido. Aprovechó para disfrutar del silencio que las envolvía y que les permitía gozar de la naturaleza.

Al poco, una intranquilidad la acechó, captándola, como si aquello que estaba viviendo no pudiera ser cierto. Era como si sus pensamientos, de forma repentina cogieran el control de la situación y comenzaran a bombardearla con inquietantes dudas sobre lo que estaba ocurriendo. Una parte de sí misma estaba deseosa de llegar al lugar que tenían que llegar, pero otra apareció para detener la intención y comenzar a poner condicionamientos.

De pronto advirtió que siquiera sabía el nombre de su acompañante.

—Perdona… ¿Cómo te llamas? — preguntó a la joven, de cabello rojizo y mueca sonriente.

—Soy Hanna. Disculpa…, es que… con las prisas, olvidé presentarme — dijo, sin dejar de sonreír.

—¿Puedo saber a dónde vamos…? ¿Cómo sabías que estaba allí? ¿Cómo sabías que había cruzado el arco…? ¿Acaso me estabas esperando…? — la interrogó, dándose cuenta de tanta coincidencia.

—Me lo dijiste tú misma. ¿No lo recuerdas…?

—No sé a qué te refieres… ¿Yo hablé contigo…? Si no nos conocemos — Adierem no salía de su asombro. Una fuerza repentina de desconfianza, hizo que la mano que sujetaba a Hanna, se aflojara.

—Si te sueltas te perderás, no conoces este lugar como yo.

—Lo siento… — balbuceó — es que no entiendo nada.

—Llevas tiempo inmemorial deseando acudir al lugar al que te estoy acompañando. Lo has pedido cada día en sueños. No has dejado de evocar un recuerdo apagado que quedó a oscuras en tu corazón. Has cruzado el arco cuando estabas preparada para ello y por eso sabía que estarías allí. No iba a permitir que te perdieras en este bosque, supe que confiarías en mí, hasta que tu mente comenzara a crear interrogantes. Y así ha sido.

—Tienes razón. Así ha sido. Necesito una pausa para recapacitar y para comprender lo que está ocurriendo. Es un poco extraño. Me hablas de mis sueños, de mis deseos ocultos que sólo conozco yo. ¿Cómo puede ser que sepas eso…? Comprenderás mi repentina desconfianza.

—Si, lo comprendo. Tómate el tiempo que necesites.

Las dos jóvenes, se detuvieron en el camino. Mientras, Adierem daba vueltas a la situación y se permitía sentir si aquella decisión, aquel encuentro y aquella situación eran o no de su agrado, suficiente como para continuar caminando guiada por aquella desconocida. Hanna, decidida, segura de sí misma y más osada que Adierem, tomó asiento al pie de un roble de inmensas proporciones, y respetando a la joven, esperó.

Una fina lluvia comenzó a caer. Hanna se abrigó, recomendándole lo propio a su compañera.

En la espera, llegó a dudar por unos instantes en si Adierem estaba preparada para lo que iba a vivir. Quizás se habían precipitado, aunque había dado con la oda jalonada en la roca y había cruzado el arco que separaba ambos mundos, a la más pequeña sombra de duda, se había detenido y con ello se había detenido todo.

Ahora sólo restaba a que se produjera la elección. Según así fuera, Hanna continuaría o no. Siguió esperando.

En otro mundo, en otra esfera, en otro puerto de una ciudad cualquiera, conocida como la Villa Hogar-Escuela, vivía una perfecta niña que siempre de su padre quería recompensas. La madre estaba harta de la caprichosa pequeña, que no sabía hacer otra cosa que provocar a su padre para obtener algo a cambio. Al padre le hacía tanta gracia jugar con su hija que dejaba que la niña lo retara día tras día. Era tan avispada que un buen día la madre detuvo el juego y se dispuso a hacer conscientes a ambos de que aquel divertimento no los llevaba a ninguna parte. Así, en un arrebato, cogió la ropa de la pequeña la metió en una maleta y la invitó a irse de casa para que aprendiera a valorar lo que tenía.

La intención de aquella madre era que la hija se hiciera adulta y dejara ya de jugar con su padre. Él se lo permitía todo. Si el juego continuaba, siempre sería una niña dependiente de la protección del padre y de sus juegos. Jamás tendría seguridad cuando encontrara pareja y jamás, si alguna vez decidiera ser madre, tendría el suficiente coraje para sentirse madura ante aquella responsabilidad.

Con gran congoja en su corazón, pero sabiendo que era para ella lo mejor, la madre le abrió la puerta y la invitó a marcharse de casa con toda la confianza de que conseguiría lo que se propusiera en la vida. La madre sabía que su hija era una gran buscadora y aventurera, que le interesaba enriquecerse de todo lo que se le pusiera a su alcance y que todo ese aprendizaje, sería después su diamante. Para desgracia de la hija, ésta no tenía consciencia de las intenciones sabias de la madre, así, se enfrentó a ella, mirándola con odio, pues iba a ser ella quien la iba a dejar a solas ante la vida y encima la iba a separar de su padre. Le mandó un feroz e iracundo gruñido. No pensaba perdonarla jamás.

El padre, se quedó en silencio observando cómo se iba su hija y no hizo nada por detener aquella situación. La hija nunca imaginó que su padre no luchara por ella y por el amor que se tenían. Lo miró de soslayo, altiva, soberbia sin un ápice de compasión y mientras el padre parecía que iba a llorar, la niña le escupió. Algo se rasgó entre ellos que los alejó hasta tal punto que cualquiera podría decir que eran dos desconocidos.

La niña, con todo su orgullo y soberbia se lanzó al camino que tenía frente a ella. No se fijó en nada, ni siquiera cuando se cruzó con una simpática cabra. El animal hubiera querido ofrecerle leche para alimentarla, pero como la niña era tan terca, siquiera se dio cuenta. Cruzó por un camino lleno de castaños, podría haber comido para soportar mejor la andadura, pero su ceguera y su ofuscación hicieron que siquiera los viera. Se cruzó también con un cachorro de gatito, buscaba protección, se acercó a la niña, pero siquiera ella se lo miró, dejándolo a su suerte en el camino, ocupada por su nueva condición. Se cruzó más adelante con una bella figurita de plata que alguien había perdido, podría haberla cogido y haberla vendido, pero tampoco lo advirtió. Seguía enfrascada en el dolor.

Al cabo de muchos días de caminar enfurecida, una serpiente de piel atrayente se dejó ver, enroscándose en la piedra en la que la niña había tomado asiento, agotada por tanta rabia. De nuevo la obcecación la dejó sin visión, pues en ningún momento advirtió que el reptil era muy sabio y tenía una oda en sus labios, lista para ofrecérsela y darle a la pequeña la solución a su angustia interior. Debido a la ignorancia de la jovencita, la serpiente se vio obligada a dejar la oda escrita, por si algún día lograra encontrarla.

El texto decía así:

Inspirada me encontraba, buscando nada de nada,

cuando un buen día de buena mañana,

me digné a eliminar de mi vida, toda melancolía.

Ese mismo día, un ave con plumas de águila,

me dirigirá para que sepa,

que, bajo el dintel de una antigua puerta,

se halla aquello que deseo encontrar.

Mi futuro vendrá a mi encuentro

Para darme de la mano,

para guiarme por ese mundo que tanto deseo.

Dudaré, vacilaré,

y en un vertiginoso vaivén

me frenaré,

pero cuando la lluvia se torne rocío,

y cuando el roble ya no llore de frío,

continuaré.

Confiaré en lo que me depara el destino,

entonces la niebla se expandirá

y me dejará ver

lo que se oculta tras ese temor infernal.

Ese mismo día… algo ocurrirá.

El sabio reptil vio como la niña pasaba de largo, sin hacer ni caso a la oda jalonada en la roca. La serpiente, siguió su camino, con la certeza de que en su momento Adierem regresaría y esa vez sí que sería capaz de encontrar la voluntad para acudir en busca de su ansiado deseo.

La niña continuó caminando, distraída, absorta en lo absurdo de aquella vida. Por vez primera descubrió una salida y sin dudarlo, se dirigió por ella hasta que llegó a una habitada urbe, en la que todo estaba pintado de grises, blancos y negros. A la chica aquella falta de color le pareció extraña, nunca antes había visto algo igual. Le parecía recordar que, en casa de sus padres, en su pueblo natal, existían todos los colores y ninguno era igual, aunque ya no estaba muy segura de ello, quizás era producto de su imaginación.

Le pareció saber que los colores que ella creía conocer, se los mostraba la propia naturaleza, aunque dudó, en realidad no se había fijado nunca mucho, no lo podría asegurar.

Aun así, aquel nuevo paraje le pareció interesante, al menos no estaban por en medio sus padres para controlarla. Recordó a su madre y volvió a odiarla, siempre tan puesta, haciéndose la interesante, tan banal, tan irónica… seguramente nunca la había querido. Entonces evocó el recuerdo de su padre, tan elegante, tan conciliador, tan original, un hombre con un talante especial… que por cierto, la había traicionado. Se enrabió como una niña pequeña y así enrabietada, volvió a sentir ganas de escupirle.

Tras darse cuenta que en el pasado no había nada de provecho, decidió olvidarlo con desprecio y centrarse en su nueva vida y sobre todo integrarse en aquella urbe de líneas tricolores tan definidas.

Lo primero que tenía que hacer, era dirigirse a un hotel para coger una habitación hasta que encontrara una casa en la que vivir. Dejaría allí su maleta y se pondría a buscar un lugar para instalarse, definitivamente.

Paseó por las amplias calles de aquella ciudad llamada Qubikum, estaban muy limpias, impolutas, como si no hubiera habitantes incívicos en ellas. Grandes columnas de hormigón, soportaban edificios interminables, hechos de más hormigón, con algunos cristales. Todo eran líneas rectas y angulosa, así como muy voluminoso. En la zona baja de cada rascacielos, se habían instalado empresas dedicadas a hacértelo todo por un sueldo. Así en lugar de comercios, grandes o pequeños, existían gabinetes en los que te atendían y a un buen precio, según decían te organizaban tu vida. A Adierem aquella idea la fascinó, podría entrar y probar a ver que le ofrecían. Dudó bastante antes de elegir en cuál de todas aquellas empresas pedir asistencia. No había ninguna que le llamara la atención más que la otra. Todas parecían iguales a simple vista. Los mismos tres colores combinados en todas las posibilidades diferentes, mobiliarios minimalistas, cortinas discretas e insulsas, estanterías para almacenaje, cerradas, lisas y sin nada destacable, donde se suponía se guardaba todo y nada quedaba a la vista.

A Adierem le sorprendió aquella extraña decoración. No tenía personalidad ni nada destacable que diferenciara a una empresa de la otra. No existían los colores, no los conocían, le pareció imposible…

Finalmente se decidió, ya que todo era igual, pensó que daba lo mismo donde se metiera a preguntar. Al ir a cruzar la puerta se escuchó una voz metálica que le habló:

—Buenos días, diga su nombre alto y claro — ordenó la voz.

A D I E R E M.

La chica sintió como si la inspeccionaran desde algún lugar a través de cámaras. Esperó respuesta, comenzándose a poner nerviosa.

—Pase. Diríjase al box 23, tome asiento y espere nuevas órdenes — volvió a ordenar la voz de un desconocido, que no podía identificar como mujer o como hombre.

Adierem entró en la recepción de una sala enorme, de suelo de cemento pintado de negro, paredes grises con franjas de diferentes anchos en color blanco, que conforme avanzabas se iban acercando, creando un corredor de gran profundidad.

Accedió por aquel pasillo hasta que encontró el box 23, al llegar a la puerta otra vez una voz…

—¿Su nombre?

Adierem — dijo, comenzando a acobardarse.

—Pase. Tome asiento en la butaca gris de la derecha y espere. Soy Elior. Voy a ser desde ahora su consejero de vida.

De nuevo la muchacha volvió a obedecer. Se sentó en la butaca indicada, aunque temió haberse equivocado de lado, por unos instantes dudó si aquella era la butaca de la derecha. Se quedó pensando en qué ocurriría si se cambiase de butaca. Comenzó a imaginarse que la voz se enfadaría y le gritaría para decirle que ese no era el lugar indicado. Dudó en retar a la voz, podría ser divertido. Tras sentir que aquello era una estupidez, un miedo atroz la sobrecogió. No, no lo haría, no quería arriesgarse.

De nuevo…

—Puede tomar asiento si lo desea en la otra butaca, no hay problema.

Adierem dio un bote en la silla. La voz había captado sus pensamientos. Como pudo, balbuceó aparentando serenidad.

—No, gracias, estoy bien aquí.

Pasaban los minutos y no sucedía nada. Su mente de nuevo se puso a inventar. ¿Y si la estaban observando desde un monitor? ¿Y si los que la estudiaban eran psiquiatras que analizaban cada gesto y movimiento para etiquetarla en alguno de tantos términos con los que identificaban las diferentes patologías de las personas? ¿Y si antes de atenderla querían saber si tenía mucha o poca paciencia y querían ver su reacción ante tanta espera? ¿Y si…? Se detuvo. Acababa de escuchar un ruido. No pudo identificar de donde procedía. Esperó. Insistió en dar silencio a su mente para poder descubrir la procedencia de aquel sonido, era un sonido lejano, tenue, fresco. Le recordaba algo.

Perdió la noción del tiempo.

Cuando volvió en sí, no sabía cuánto había estado esperando a que la atendieran. ¿Qué le había pasado…? Se había quedado absorta en lo que parecía el recuerdo de un sonido lejano, del que no conocía siquiera su procedencia. Se inquietó. Se comenzó a sentir muy angustiada. Sin provocarlo, apareció en ella la niña pequeña, sintió la necesidad de regresar a casa, con sus padres, como si no hubiera pasado nada. Lloró por vez primera. Desde que se fuera de casa, jamás había derramado una lágrima, el dolor por la traición de sus padres, era más fuerte que nada. Recordó los colores con los que su madre la vestía. Recordó su casa, rodeada de verdes árboles, los parterres de flores, los pájaros que venían a beber agua a la fuente.

—¿Adierem…? ¿Se encuentra usted bien…? — le interrogó una voz, devolviéndola a la realidad de aquella ciudad sin vida.

—Si, hola, sí, sí, estoy bien, perdone, es que llevo mucho rato esperando, mi mente se ha ido al pasado y por unos instantes he deseado regresar a mi casa, tengo que confesarlo.

—No es necesario, lo sabemos todo sobre usted y su situación, hemos tardado porque hemos estado investigando. En nuestra empresa no atendemos a nadie sin antes conocerle muy bien. Sólo así podremos ofrecerle lo mejor, todo lo que necesita. Es evidente que su situación es hoy algo crítica, pero todo tiene solución — dijo el joven Elior, que parecía que había sido programado por una máquina.

Su interlocutor seguía hablando, ofreciéndole las mil maravillas que el gabinete de asesoramiento de planes de vida, tenía dispuesto para ella. Se trataba de un muchacho alto, bastante delgado, de pelo negro, ojos penetrantes, austero, casi perfecto, vestido de blanco, gris y negro, a juego con el resto de la comunidad. Hablaba de forma mecánica, sin emoción, sin misterio, sin nada.

—¿Que me dice…? ¿Le parece bien la propuesta…?

Adierem se había quedado en blanco, no había atendido la absurdidad de las propuestas del vendedor, pero estaba convencida de que no le interesaban.

—Perdone, no me interesa, lo siento. Creo que me he equivocado de lugar.

—¿Cómo dice…? No, eso no puede ser, si usted está aquí es por algo, ahora lo que tiene que hacer es confiar en nosotros. Como le he dicho, nosotros nos ocupamos de todo. Que usted quiere una casa para vivir cómodamente, donde garantizar su vida familiar, con su futuro marido y sus hijos, incluso sus nietos, nosotros se lo proporcionamos. Que usted además desea viajar, acudir a conciertos, al teatro, a conferencias de los temas que más le interesan, lo que sea, se lo damos. Podemos conseguir lo que quiera, joyas, coches… sólo tiene que pedirlo, nos ponemos en marcha y en breve lo tiene usted todo, absolutamente todo. Pida, señora, pida, que se le dará…

—Pero… es que yo no sé siquiera si quiero casarme y tener hijos, y nietos, y una casa para toda la vida, ¿y si quiero mudarme?

—Pues no hay problema, usted nos lo dice y nosotros le buscamos un nuevo hogar, que también quiere divorciarse, pues nada, usted va y se divorcia, que vuelve a casarse, pues la casamos, que no quiere hijos, pues nada, sin hijos, no pasa nada, lo que usted diga está bien. Lo conseguimos todo, absolutamente todo.

—Pero entonces, si quiero… por ejemplo…

—Diga, diga… ¿quiere usted tener más pecho…? Si es por eso no hay problema, disponemos de los mejores cirujanos, de los mejores métodos de implantología, disponemos de todo…

—Pero, oiga, pero si yo no iba a decir…

—¿Quiere usted parecerse a una de las más grandes bellezas de este planeta, díganos cual, también podemos transformarla, sin problema?

Prefiere ser una mujer libre, dinámica, emprendedora, luchadora, en lugar de un ama de casa, esposa y madre, pues lo conseguimos para usted. Mire disponemos de todos los programas que prefiera. Se los muestro…

El astuto comerciante le dio a un botón de la mesa, esta se abrió deslizando una bandeja metálica, que contenía varios chips electrónicos. Cada uno de ellos estaba perfectamente identificado.

—Mire aquí tiene, los tenemos muy económicos. Este por ejemplo está muy bien de precio. Lo tenemos de oferta.

—¿Y cómo es que está tan barato…? — preguntó por curiosidad.

—Bueno, porque es un poco antiguo. Este no lo quiere nadie y por eso hemos decidido rebajarlo.

—¿De qué se trata?

—No creo que le guste, este es un poco digamos para estúpidos. A ver cómo se lo digo sin que se ofenda. Es para quienes no saben lo que quieren en la vida, para los que creen en esas historias del destino y todo eso, hablan de causa y efectos, de sincronicidades, de motivos inconscientes por el que nos ocurren algunas experiencias, de que la vida es un aprendizaje constante, etc… Bueno, ya sabe, todas esas tonterías de niños pequeños. De hecho, hace más de diez años que no los vendemos. Recuerdo que la última vez se lo vendí a una niña. Sí, Hanna creo que se llamaba, era muy simpática y sencilla, pelirroja, pecosilla, de ojos verdes. Pobre, era tan tontita, creía en sueños y esas patochadas. Creía que si creía reconocía a sí misma, podría recordar quien es. Bueno, nos dio mucha penita, pero se lo vendimos. No hubo forma de convencerla. Dijo que lo probaría y que, si algún día se acordase de nosotros, volvería para explicarnos su aventura. Pobrecita, todos la vimos muy sola.

—Pero… ¿sabéis algo de ella…? ¿Ha vuelto para explicaros como le fue? — preguntó muy intrigada Adierem.

—No, no que va, seguro que ha acabado en un lugar de esos sectarios, donde todavía creen en que existe algo más allá de lo visible. No sabemos nada.

—Pero, ¿qué lugares son esos? No los conozco.

—¿Cómo puede ser? Tienes que andar con mucho cuidado, hay unos cuantos tarados que siquiera llevan chip. Van desnudos de programas por la vida, y se van inventando que la vida tiene más de tres colores y que con ellos podemos incluso pintar nuestras fachadas y nuestra indumentaria. Todos sabemos que eso es imposible. No existen más que el blanco y el negro y como producto de ambos el gris. No hay ningún color más. Se lo hice saber, pero no me creyó, pobrecita, estaba como poseída por una alegría extraña. Decía que ella soñaba con un bosque, que se alcanzaba cuando decidías pintar la vida con otros colores.

Creo que desvariaba, no me extrañaría que estuviera encerrada con los desahuciados.

—¿Los desahuciados…? ¿Pero… esos quienes son…?

—Son los que ya están diagnosticados como perturbados. Se mantienen todos encerrados en espacios que ellos dicen ser sagrados, aunque en realidad son manicomios. Allí sólo se habla desde el concepto humanista, es donde se incentiva la confianza y se potencian las capacidades innatas de cada individuo en beneficio propio y de todos.

—El gran jefe, los denominó Los Celestes.

—¿Qué significa? Nunca lo había escuchado.

—Quiere decir “Los que en el cielo habitan y en la tierra existen”, no sólo eso, sino que además creen que el cielo es de color celeste, y no de tonos grises, como nosotros lo vemos. Tanto insisten en ver el cielo así, que se han quedado con el nombre de celestes. Siempre sonríen, aunque no exista motivo para ello. Cuando le ocurre algo a alguien, por ejemplo, cuando laurean a un niño que ha llegado el primero y ha conseguido estar por encima del resto, lloran, si, si, entonces no se alegran. Lloran por cualquier cosa, incluso cuando alguien se enferma, dicen que ellos saben cómo ayudarle, como es lógico, nadie les cree, entonces lloran. Lo hacen por motivos muy extraños. Mi padre siempre me explica una anécdota, para que yo se la explique a personas dudosas como tú.

¿Te interesa? — le preguntó, como si fuera importante su opinión.

—Sí, claro. ¿Qué ocurrió…?

—Pues que un día se encontró con Darío, un celeste que todavía no había sido internado en los centros de desahuciados y que, tras esta historia, se tuvo que ingresar de urgencias. El celeste en cuestión, no paraba de llorar porque el bebé de nuestra vecina Arsia, había nacido con una enfermedad muy rara de esas degenerativas, creo que le llaman, de esas que al final acabas muriendo. Los padres con buen criterio, decidieron que sería mejor sacrificarlo que tener en casa aquella carga, al fin y al cabo, no iba a durar muchos años. El celeste cuando se enteró de aquello, se disgustó tanto que parecía que le iba a pasar algo. Lloraba por los rincones sin consuelo, intentó por todos los medios detener el sacrificio, incluso se ofreció a ser él quien se encargase del bebé. Mi padre para consolarlo, se le ocurrió regalarle un móvil de última generación y así conseguir que se distrajera un rato y dejara de preocuparse por aquella tontería. ¿Y sabes que pasó…?

—No, no tengo ni idea, pero creo que no comprendo muy bien qué quieres decirme…

—Pues pasó que el muy cretino lo rechazó, dijo que no le interesaba ningún móvil, que no lo necesitaba. Dijo que le diéramos al bebé, que él se encargaría de cuidarlo. Estaba loco, rematadamente loco… ¿Quién querría cuidar de una persona así? Si iba a morir igual. Qué estupidez, llorar por eso.

Adierem estaba absorta escuchando. No acababa de comprender nada. ¿Llorar en aquel pueblo era malo? No lo entendía. Ella había llorado hacía poco cuando se sintió sola, pero supo qué hacer con aquella emoción. Pero ahí lloraban por los demás y eso no estaba bien. Claro, se dijo, no está bien preocuparse por nadie. Está claro que tengo que preocuparme por mí misma, sino me acabará pasando eso, me contagiaré del dolor por el otro y eso tiene consecuencias.

—Y encima cuando les ofreces regalos, no los quieren, dicen que no lloran por eso… son muy raros. Han enloquecido. Se prevé que muy pronto se apliquen técnicas para que dejen de reproducirse entre ellos. El gran jefe, dice que lo mejor es esterilizarlos. Tiene razón. Así, poco a poco se extinguirán y seremos libres de tanta habladuría barata, de tanta fragilidad — el convincente vendedor de chips, hizo por vez primera un silencio y miró atentamente la reacción de la joven, para al poco añadir — Es por eso que “Chips para todo”, ha creado estos microelementos de última generación, para integrarlos en tu vida y no tener que hacer ningún esfuerzo por nada. Nos lo dejas todo en nuestras manos. Podemos incluso, crear un programa exclusivo a tus necesidades, lo que nos digas. ¿Tienes alguna duda…? – preguntó, convencido de que la chica iba a entusiasmarse con aquellas posibilidades tan interesantes.

—Pero… ¿Y si tienen razón…? ¿Estás seguro de que el cielo sólo es gris…? Yo no lo miro nunca. No me había fijado, no sabría qué decir.

—Sí, claro que es gris. Ahora te enteras. ¿Vas a dudar…? A ver si vas a ser uno de ellos. ¿Acaso eres un celeste…? Dime ¿Lo eres…? — la increpó, intentando acobardarla.

—No, no, no soy un celeste. No sé muy bien quien soy, estoy investigando. Mi madre me hizo la maleta y me recomendó que saliera a conocer mundo.

—Entonces… ¿Cómo dudas del gran jefe…?

—No dudo, estoy intentando averiguarlo por mí misma, eso es todo.

—Creo que nos hemos desviado mucho del tema. Estábamos con este chip anticuado — dijo, volviendo a mostrarle el chip más barato – quizás es este el que tú necesitas. Podemos hacer una cosa, lo pruebas y cuando descubras por ti misma la gran mentira de los celestes, vuelves y te implantamos uno de última generación. Seguro que vale la pena esperar. Veo que todavía tienes serias dudas.

—De acuerdo, me quedo con el más barato. Voy a probar. Sueño con viajar, ver mundo, descubrir otras culturas, si este chip me lo puede dar, voy a por ello.

—Como quieras, pero sé que te arrepentirás. ¿ponemos este, entonces?

—Si – afirmó dudosa y algo asustada sin tener muy claro si se estaba equivocando.

—Entonces pasa por aquí.

Adierem entró en una sala blanca impoluta, todo era blanco y metálico, no existía nada más que destacara. De nuevo una voz.

—Desnúdate y tiéndete en la camilla.

Adierem obedeció. Una vez tumbada, la voz le dijo:

—La luz que tienes en el techo comenzará a deslizarse lentamente, acercándose a tus ojos. Mírala fijamente.

Adierem así lo hizo, se quedó concentrada en la luz que poco a poco fue acercándose hasta que sintió que la deslumbraba.

—Cuando te lo indique, no pestañees… Sigue fijándote… No te muevas, es importante que no pestañees en cinco, cuatro, tres, dos, uno, …ahora.

En ese instante un sonido hiriente pareció penetrarle por los mismos ojos, los dos a la vez. Fue como si en su mirada se instalara una secuencia de términos muy bien colocados y ordenados. Le pareció incluso verlos pasar, pero fue a tal velocidad que no podría asegurar qué era en realidad lo que le pareció ver.

—No te muevas, no hemos acabado.

Inmóvil y muerta de miedo por aquellas extrañas sensaciones, tuvo el impulso de levantarse y marcharse de allí. Entonces sucedió algo.

—Por favor, escucha con atención, ya hemos perforado la retina y el globo ocular, ahora queda otro paso importante. En el centro de la luz aparecerá un haz negro que penetrará en el iris y en una cuenta atrás, lanzará el chip. No te muevas. Estate atenta a mi voz. Levanta la mano derecha si me has comprendido.

Adierem, lo hizo, temblorosa, atrapada por el pánico. Una luz negra iba a entrar en ella para colocar un objeto extraño. El impulso de levantarse regresó… estuvo a punto de hacerlo cuando de nuevo la voz…

—Comenzamos… cinco, cuatro, tres, dos…

Adierem se incorporó a tal velocidad que salió despedida de la camilla desnuda, sin nada, tal cual… al recuperar la compostura, todo le daba vueltas, estaba en una especie de penumbra, no sabía si finalmente el chip se había instalado.

—¡Adierem! Cariño. Es tarde. Vamos, tu padre hace rato que te espera. ¿Cómo es que no te has levantado todavía? Tienes el desayuno en la mesa. Abre la ventana de la habitación que se ventile y lleva la ropa sucia a la lavadora.

Adierem no podría creérselo, era la voz de su madre. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido?

Como pudo se aseó y vistió. Bajó a desayunar en absoluto silencio. Nadie le había explicado si al instalarse el chip, la realidad cambiaba y se hacía presente al instante. No tenía claro si todo lo que le había pasado había sido solamente un sueño.

Era un sueño… Era el programa del chip… Era la verdad…

¿Qué era lo que estaba viviendo…?

Miró a su madre, la observó detenidamente. Estaba muy hermosa, fuerte como siempre, generosa, nunca antes se había fijado tanto en su fortaleza. Ésta la miró y sin más le sonrió. El padre entró por la cocina y le dio los buenos días. Se lo miró con detenimiento. Lo reconoció seguro de sí mismo, protector y también generoso, a su vez, le sonrió.

De repente le asaltó una alarma, los celestes siempre sonríen, aunque no exista ningún motivo. Se quedó atónita ¿y si ella era hija de unos celestes…?

Corrió al exterior, miró al cielo. Se llevó la sorpresa de su vida. Era cierto, no era gris, era celeste… había árboles de enormes copas verdes, troncos marrones, vegetación en amarillos y ocres… no era posible, nunca se había fijado.

Sin dudarlo cogió impulso, tenía mucho que descubrir de su mundo y de muchos otros mundos. Corrió como nunca antes lo había hecho, hasta que alcanzó un camino, penetró en él, sabiendo que buscaba algo. Se detuvo, quiso dejar una marca en el camino. Buscó una perfecta roca y con ahínco la jalonó. En la roca, pudo leer una bella oda que alguien había dejado escrita. La roca quedó marcada con una huella que advertía que algo importante ocurriría.

Sin esperarlo, apareció ante un increíble y precioso arco de arcaica construcción. Sintió que se henchía su corazón. No lo dudó. Se colocó bajo el dintel y corrió. Era como si ya hubiera estado allí antes. Recordaba que era un lugar con mucha niebla, siguió caminando, buscando algo, sabía que estaba allí. Tenía la seguridad de que era aquel el sitio en el que hallaría lo que necesitaba. Poco a poco se adaptó a la niebla y comenzó a fijarse en cada rincón. Reconoció el bosque, aquellas acacias de flor amarilla, aquellos, abetos, pinos, las inmensas encinas. Siguió buscando y disfrutando de todo a su alrededor. La niebla se iba disipando. Lo supo. Supo que estaba a punto de dar con ello. Había llovido mucho. Ahora las gotas del rocío lo humedecían todo. Incluso parecía que iba a hacer calor. La luz comenzó a entrar en el bosque. Allí estaba. La vio.

—¡Hanna! — gritó dirigiéndose a la joven que se encontraba sentada contra el troco de un hermoso roble.

La chica, que parecía estar dormida, despertó de golpe. Sonrió. Adierem le devolvió la sonrisa. Por vez primera se sintió como una celeste y eso le gustó. Se sintió alegre. Preparada para lo que le deparara la vida. Sin desconfianza, con total satisfacción.

Hanna, estoy preparada. ¿Vamos…?

Las dos jóvenes se dieron la mano y como si fueran una, continuaron su camino, permitiendo que la vida las sorprendiera, creyendo, creando, soñando, sabiendo…

Habían pasado más de ochenta años desde aquel encuentro. En la Villa Hogar-Escuela, alguien explicaba a sus nuevos habitantes, como un buen día dos viejas amigas, habían decidido crear la Casa Celeste… Tras una ardua labor y después de mucho esfuerzo, lo habían conseguido.

La misma leyenda aseguraba que incluso un anciano gris de nombre Elior, había ingresado en la ciudad, como evidencia de que todo en la vida se puede transformar. La Casa Celeste, podía verse desde todos los mundos, no había nada que pudiera ocultarla.

©Joanna Escuder

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