El Universo Nah-Horé

Nahbatai, descubrió un nuevo guijarro entre las hojas secas, en un claro todavía cercano al camino por el que transitaba en busca de algo. Era inminente encontrar aquella flor para incorporar la esencia de sus pistilos, al preparado que estaba siendo creado en su peculiar laboratorio. Se trataba de una flor que se marchitaba con el contacto y que sólo se dejaba acariciar por el sol. Nahbatai había encontrado muy pocas elessyas en toda su vida. La elessya, desprendía un aroma casi irreconocible, no por inapreciable, sino porque al no permitir sus pétalos ser tocados, era muy difícil disfrutar de la embriaguez que provocaba.

La elessya era más bien grande, de pétalos acuosos y pistilos hermosos, regados de misterio. Crecía en los bosques frondosos, bajo una especie muy concreta de olivera que por su extrañeza no era posible cultivarla en los jardines y tierras de labranza, pues ésta sólo se adaptaba a parajes salvajes, en los que libremente extender sus ramajes y crecer a su antojo. El olivo, germinaba en otro olivo, a través del polen que emanaban los pistilos de la gallarda elessya.

Tal como Nahbatai había estudiado a lo largo de la vida, sólo encontraría una preciosa elessya bajo el amparo de una olivera.

Durante la trayectoria de aquella jornada de búsqueda, se entretuvo cargando en su cesto unos guijarros muy preciados. Se trataban, según decían las leyendas, de los restos rodados por el tiempo de antiguas catedrales y templos, que habían sido derrotados por los ciclos, sometidos a los estragos de los días.

Nah-Horé, el reino al que nos referimos, poseía unas características inusuales comparado con otros reinos. No tenía cerradas sus puertas a los refugios ajenos que se levantaban por doquier, pero sí tenía muy claro, cuáles eran los límites.

Las laderas, siempre mantenían una constante ante los imprevistos y tal y como eran descubiertas las intenciones de los recién llegados, así, los nahorís pormenorizaban los impulsos de los intrusos, cuando estas intenciones suponían un agravio para el reino.

Cada vez que un recién llegado, se inmiscuía, malogrando el orden establecido en Nah-Horé, eran prontamente detenidas sus intenciones. Entonces, se le daba la oportunidad de adaptarse al orden o bien la de marcharse a otros lugares, en los que sería posible establecer sus propios códigos y de ese modo sostener allí sus intenciones. Esto se debía a que los límites en Nah-Horé, estaban muy bien establecidos, gracias a la experiencia obtenida en antiguos procesos de convivencia.

Nahbatai, estaba absorta en su labor, recogiendo guijarros mientras iba adentrándose en el extenso y mágico olivar. La elessya, iba a ser su último intento de pócima que probar. La enfermedad de la esterianta, estaba matando a decenas de nahorís. La esterianta, era una infección producida por un parásito que devoraba una planta trepadora muy extendida en el reino.

El parásito, había mutado, convirtiéndose en el enemigo del poblado. La bircirenia, con su carne jugosa y tierna, era a la vez que alimento del parásito, una de las verduras más consumidas en la mesa.

El parásito, había dado con la forma de enmascararse entre la carne de las hojas, de este modo infectaba el organismo de los consumidores. Cuando conseguía adentrarse en el estómago, anidaba poniendo huevos y multiplicándose. A través de las heces, salían las huevas y así aprendían a defenderse en la vida, saliendo a por más bircirenia.

Los estómagos invadidos no conseguían apoderarse de los nutrientes necesarios para el crecimiento, el organismo al completo se debilitaba y la flaqueza y la carencia orgánica, provocaba que fueran mayormente los niños y jóvenes, los que perecieran.

Nahbatai, había perdido ya a tres de sus cuatro hijos por este motivo, no estaba dispuesta a que se llevara al último de ellos. El joven Ankhior, que ya contaba 9 años nahorís —equivalentes a trescientos años terrestres—, ayudaba a su madre en todo. Eruphis, el padre, había marchado hacía mucho tiempo, según dijo en busca de un misterio que tenía que ser resuelto para enriquecer el reino. Nahbatai —la anciana hechicera de más de 30 años nahorís—, siempre creyó en Eruphis. Tenía muy claro, que regresaría y a su regreso el misterio que desvelaría, sería la riqueza del mismo rey del reino.

Tras su fracasado intento por dar con una elessya, a Nahbatai se le encogió el corazón, asustada por un presentimiento. Tomó el camino de regreso a casa donde la esperaba su hijo.

Cuando Ankhior escuchó la respiración entrecortada de su madre, también se asustó:

—¡Madre! ¿Qué ocurre…? ¿Por qué estás tan agitada…?

—Es una intuición, hijo, tenemos que hacer algo, es una poderosa intuición. Es la elessya, se está extinguiendo… si no logramos conservar vivo el gen de esta flor en nuestro universo, jamás en Kolbrig será visible el amor. Tengo la certeza de que la elessya es el antídoto, lo único que puede recuperar a cada una de las almas dormidas, que ya siquiera conducen sus vehículos. Si no conseguimos hacer crecer la elessya, ella se perderá para siempre y él se apoderará del reino, todo, absolutamente todo, sucumbirá y siquiera Tiamat podrá hacer nada más para detenerlo. Tu hermano Elior está “muerto” todavía no ha reaccionado a la consciencia de sí mismo, no sabemos cuándo ocurrirá, sólo sabemos que es una probabilidad. El reino está ahora en manos del mal. Sólo la elessya puede salvar Kolbrig.

—Dime ¿qué puedo hacer yo madre…? Dímelo, no dudes, sea lo que sea… — sentenció Ankhior impaciente por recibir instrucciones de Nahbatai.

Nahbatai, abrazó a su hijo, era hermoso, gallardo, sencillo y a un tiempo ambicioso. Lo miró firmemente a los ojos y sin pensarlo más, le entregó un frágil frasco de cristal.

—¿Qué es madre…? ¿Qué debo hacer con ello…? – insistió Ankhior, consciente de la importancia del contenido del frasco.

—Aquí tienes… Sujétalo fuerte. Esta es la última de las semillas de elessya que existe – le confesó Nahbatai bajando la mirada como si estuviera avergonzada de algo – he tenido que utilizar la última de las oportunidades que quedan, aquella que jamás hubiera querido usar, pero… no hay más remedio, tengo que hacerlo… He tenido que acceder a los registros sagrados…

—¡Pero, madre…! — exclamó Ankhior consciente de lo que su madre le acababa de confesar — pero sabes que eso es muy peligroso…

—Lo sé hijo, es el mayor peligro de todos. Si algo ocurriera con esta semilla, no quedaría rastro en el cosmos de la existencia de la elessya. Nunca me perdonaría no haberlo intentado. Si existe una probabilidad, por remota que ésta sea… iré a por ella — sentenció Nahbatai mirando profundamente a los ojos de Ankhior, transmitiéndole toda su intención.

Ankhior percibió que, en esa intención, no quedaba ni rastro de duda ante lo que estaba a punto de suceder.

—Hijo —continuó diciendo Nahbatai— si la semilla se perdiera, no germinara o te fuera arrebatada, todo, absolutamente todo se habría acabado.

Ankhior se asustó de veras. De repente se dio cuenta de que aquel sentimiento le era familiar, también aquella responsabilidad. Se sintió estremecer. Para su sorpresa el vivo recuerdo de una experiencia acudió a su ser.

—¡Madre! El cartucho… — atinó a decir balbuceando —. Sí, madre, el cartucho usurpado… — continuó balbuceando Ankhior como poseído por algo.

—   ¿A qué cartucho te refieres, hijo…? — preguntó Nahbatai que ignoraba, qué era aquello que su hijo parecía estar recordando.

—No lo sé madre. Es algo muy profundo, muy lejano… Si… el cartucho… — volvió a repetir sin dejar de estremecerse.

Aquella noche soñó, o quizás no fue un sueño, fue una traslación, quizás una simple visión, no lo supo del cierto, lo qué si supo, era lo que lo había vivido.

Se encontraba enfrascado en sí mismo, recapitulando, lo que el akáshico le estaba demandando, al tiempo que recuperaba el aliento, con conocimiento de que los oprobios estaban siendo inmovilizados a efecto de que no continuaran en el ejercicio de acabar con el planeta que habitaban.

Unos pocos habitantes eran conscientes del hiriente llanto que Ankhior expresaba. Se podía palpar en su piel el dolor del mundo, el dolor de Aia y el de todos los reinos que ella, sustentaban la vida. La movilización de los reinos, estaba teniendo efectos, pero todavía quedaba mucho trabajo por hacer.

No le quedaba más remedio que recurrir a los espacios sagrados, penetrando en las dimensiones que sostenía el cielo. Armó su corazón. Sabía que aquel paso que estaba a punto de realizar, era muy arriesgado. Se lo jugaba a todo, pero lo que jamás haría sería poner a Aia en peligro, sin nada que velera por su seguridad. Aia, se había pronunciado consciente del cáncer que corroía su cuerpo. Se despidió del joven planeta, tranquilizándolo, asegurándole que todavía le quedaba mucho por vivir, antes de que esos oprobios dieran con la clave de cómo usurpar el poder sobre la vida en el planeta. El camino hasta el lugar al que dirigía sus pasos, era largo y angosto. Iba a ser necesario penetrar en los mismos misterios que encerraba el cosmos, para dar con lo que en su día le fue arrebatado.

—De nada sirvió el cartucho que diseñé —se lamentó, sin saber si iba errado o no.

Mientras se dirigía al encuentro de algo que podría darle la solución, tuvo que recurrir a todos sus registros para conectar con el dolor de nuevo, sólo desde ahí, sería capaz de resolver el entuerto.

Pudo verse a lomos de un asno, ambos, desvalidos y sucios, llevaban lustros caminando. Se habían convertido en amigos inseparables, asno y jinete, siendo uno. Cuando por aquellos ancestrales días, se había querido convertir en un jinete-monje, nunca imaginó que aquella decisión iba a cambiar su vida para siempre. Había nacido en una familia de feligreses, que sentían una gran pasión por el útero femenino y por el mito de la concepción. Ankhior, en sus recuerdos, se estaba remontando a eones de años luz, de donde en esos momentos estaba anclado.

Recordar a aquella familia perdida en la noche sideral, le hacía llorar, pero también reír, pues fue gracias a ellos, por lo que sintió la necesidad de saber mucho más sobre esos y otros entuertos que bombardeaban su imaginación. Siempre quiso imaginar a la divinidad. Siempre, de muy niño, quiso imaginar cómo sería su cuerpo, si lo tenía. Como su concepción, si existía. Como su consistencia, si se podía y como su comunión con todas las partículas de su universo. Quiso saberlo todo, pese a saber que nunca podría conocer, más que un átomo de aquel concepto. Siempre sospechó algo. Siempre una pregunta fue mayor.

—¿Y si dios es un útero…? ¿Y si dios es una concepción…?

Tendría que descubrirlo por sí mismo. Fue esta la promesa que en su día se hizo.

Mientras continuaba recordando los inicios de su dolor, podía ver al asno lleno de polvo, sin alimento y sin una razón por la que continuar caminando. Ankhior, ya hacía días que no osaba subir a lomos del desfallecido animal. Acarició su bravo pelaje, y le hizo una promesa.

—Sabes, tengo la certeza de que un buen día, serás un caballo y que tus alas conducirán a un intrépido soldado, capaz de surcar el cielo, alado.

El asno, a duras penas ladeó su cabeza asintiendo. En aquellos instantes, siquiera tenía imaginación para creer algo semejante. Hubiera deseado que Ankhior le dijera, que en lugar de ser él quien se convirtiera en caballo, hubiese sido su pobre y desesperado jinete, quien se convirtiera en un rico caballero de leyenda. De ese modo, tendría el pasto asegurado y ninguno pasaría tanta penuria. Ankhior, ajeno al sentir del asno, continuó imaginándolo, convertido en caballo alado.

Sin previo aviso, alejó aquel pensamiento y recordó que, en su poder, tenía algo muy valioso que debía ser debidamente entregado. Sujetó el cartucho con fuerza contra su pecho. Sintió el palpitar inquietante de su corazón acelerado por la emoción del reto. Pero entonces, vio el estado lamentable en el que se encontraba su compañero y se desoló de nuevo.

Se recuperó de aquel lacerante episodio grabado a fuego en sus registros. Volvió en sí y a su presente. Se había alejado lo suficiente. Había penetrado por fin, en el cielo silente, en el único acceso que le podría permitir, que fuera quien fuere quien guardaba el secreto, apareciera, para decir cómo podría recuperar el cartucho usurpado.

Tenía la certeza de que existía esa posibilidad. Concentrado en el silencio de ese inmenso cielo a modo de catedral, algo ocurrió. Fue una espectacular constelación. Enormes haces de luces de colores, la aterciopelaban. Era una constelación con alas y con cuerpo de caballo. Su presencia fue cada vez mayor. De repente, una joven pareció concretarse en el mismo cuerpo que formaba aquella preciosa imagen. Con cara curiosa y perfecta sonrisa, descubrió la presencia de Ankhior. Éste, la miró con profundidad en su visión, Era ella. Supo que ella le daría la solución. La constelación se agitó, parpadeando, emitiendo luz y sonido que parecían darle la bienvenida. Agitó ligeramente sus alas y comenzó a surcar el cielo que compartían únicamente los dos. La mujer subió a la grupa del caballo, invitando a hacer lo propio al recién llegado. Un precioso cristal le puso en sus manos, para a continuación marchar juntos. Nadie fue testigo de lo que ocurrió después, nadie supo jamás hacia donde dirigieron sus pasos.

Ankhior, recuperó su presente, sacudido por aquel episodio que acababa de revivir. Tras ello, el silencio lo penetró, sin más pretensión. Nunca lo compartió con nadie, siquiera con su madre.

Había pasado una estación completa desde que su Nahbatai le pidiera ayuda. Aquella noche, Ankhior, tendría que regresar a Nah-Horé. Estaba convencido de que su madre lo estaría esperando ansiosa.

El joven observaba con curiosidad el hermoso cristal perfectamente tallado. Tuvo la curiosidad de pasar la yema de sus dedos por una de las facetas pulidas y relucientes, que emanaban la luz del cielo.

Ankhior no tenía dudas, el cartucho usurpado había regresado a sus manos. La semilla estaba dentro y a salvo y su intención, amparada por aquella enigmática constelación. Sonrió recordando a la joven jinete. Al poco, se percató del enigmático flujo que encerraba aquel cristal en sus celdas. Volvió a sonreír. Esta vez no habría lugar para el fracaso. Si no estaba equivocado, en breve comenzaría a tomar vida la flor. La elessya estaba a punto de nacer.

Según le dijo su madre aquel día, la elessya parecía haber desaparecido de Kolbrig y por la ley de la correspondencia, se estaba extinguiendo en Nah-Horé. Así era. Nah-Horé era un universo paralelo, en el que se sostenía lo mayor y más elevado de la intención de la evolución de todos los tiempos. Su madre, Nahbatai, no era más que la Gran Maga del Reino y él, el hijo menor, quien en todo momento, acompañaba a la madre en su trayecto. Ankhior había nacido para ello. Sus hermanos mayores, estaban destinados a otros quehaceres, labores también paralelas al universo de Kolbrig, pero no idénticas. Tuvo un grato recuerdo para sus hermanos, Akanor el mayor, Sorior el segundo y Elior el tercero.

Según le explicara su madre cuando todavía era pequeño, Akanor tuvo que dejar Nah-Horé a ciegas, es decir, sin siquiera saber quién era, olvidando todo lo que llevaba con él, su origen, su familia, su idioma, su historia… esto era necesario para comprobar cómo se defendería en Kolbrig. La Mesa de Ancianos, tenía muy claro que era necesario experimentar desde la ignorancia original. Así cuando Akanor penetró en Kolbrig, lo hizo despojado de todo, vacío de sí mismo, desde donde se vería obligado a empezar, llenando cada día de su vida, su interior.

Ankhior respiró profundamente al evocar el recuerdo de aquel hermano desamparado. Sintió un pellizco en la sede de su alma, pero al mismo tiempo algo en su interior predijo que Akanor saldría reforzado del arriesgado proceso.

Para Sorior el plan fue diferente, debería vivir inconsciente, ciego de todo lo latente, ignorante de lo que cada fracción de tiempo podría aportarle, por más que caminara, nunca controlaría nada, todo, todo sería imprevisible, pues así se desarrollaban los mundos de naturaleza lunar. Era para todos el más desconocido.

En cuanto a Elior, todo tenía que ver con la percepción del tiempo. La experiencia que la Mesa de Ancianos dictaminó para él, era otra que la de sus hermanos. Elior penetraría en Kolbrig alejado del tiempo lineal, en ningún caso su ser, dejaría el espacio, ese lugar de eternidad en el que podía ser consciente de principio y final. Era necesario para el trabajo que iba a desarrollar. Elior había vivido en infinidad de mundos, su akáshico portaba la experiencia de realidades que fueron creadas con el objetivo de comprobar los avances estructurales de Kolbrig. Elior, había colaborado con cientos y millares de orígenes estelares, con el fin de contribuir a que la experiencia del planeta Aia llegara a buen fin. Ya anciano, había conseguido crear una familia de origen planetario. Su hogar, instalado en Venus —nadie sabía si de forma definitiva o provisional— representaba la gran añoranza de su alma, pues debido a que su experiencia era necesaria para una nueva fase del plan, tuvo que abandonarlo. Para que su nueva misión fuera un éxito, era necesario que Elior mantuviese un contacto intacto con su longevidad, pese a que su aspecto externo le haría parecer un imberbe jovenzuelo. A diferencia que Akanor y que Sorior, Elior no se involucraría en la vida terrenal, sino que lo haría en la vida de las almas, allí donde éstas se desarrollan y gestan una vida paralela a la verdad. Lo que no sabía Ankhior era que ocurriría con él. Se acercaba el momento de penetrar en Kolbrig.

La noche antes del acontecimiento, volvió a navegar por un registro de antaño, que le devolvió mucha información a la consciencia.

Cuando uno de los monjes de aquel húmedo y mayestático templo, salió a recibirle, no pudo evitar sentir un atisbo de esperanza por lo que podía repararle la vida en aquel lugar. Saludó con cortesía, pese a no ser correspondido y sin dilación, se presentó, utilizando para ello una versión arcaica de uno de los idiomas de dios.

El monje receptor, pareció sorprendido ante la dialéctica del jinete recién llegado al templo.

Por un instante, había sospechado que se trataba de un intruso, aunque el idioma utilizado, le daba garantías, de que acudía con verdaderas intenciones de convertirse en monje, algún día.

Cautos, se dirigieron al interior de aquella perfecta edificación, que parecía construida por un “Gran Arquitecto de Dios”. Las paredes firmes, de enigmáticas piedras grabadas, en las que parecía explicarse una historia acaecida hacía mucho tiempo, envolvían un gran y hermoso coso central, en el que un pequeño estanque, servía de base para que, de su centro, se elevase una forma humana, que se asemejaba al hombre, pero no al actual.

El jinete, con aspiraciones de monje, se distrajo unos segundos contemplando semejante expresión de arte.

—¡Vamos! —le animó su acompañante— voy a mostrarte tu camastro.

Penetraron por una estancia amplia, donde la humedad era más incipiente, pues incluso podía olerse.

No se cruzaron con nadie, pero pese a ello, se intuía que muchos eran los monjes, que habitaban en el templo. Supo que, en su momento, iría descubriendo la vida en aquel novedoso hogar.

Tras dejar un amplio pasillo, débilmente iluminado por fuegos que colgaban, alimentados por aceites diversos, entraron en una gran sala, únicamente ocupada por numerosos camastros, a ras de suelo. Todas las camas parecían ocupadas, menos una, que se encontraba entre dos muebles que servían para almacenar enseres de aseo. Tras cruzarse con doce camas a ambos lados, alcanzaron la trece, en el lado izquierdo del habitáculo. De frente a la puerta de entrada, un enorme hueco a modo de mirador, invitaba a asomarse y disfrutar del inmenso desierto, que se abría ante los ojos del observador.

El neomonje, estaba deseando quedar a solas, para poder curiosear a su antojo. Todo era una novedad. Estuvo a punto de interrogar a su interlocutor, sobre la posibilidad de ir a ver cómo se encontraba su asno, al que había tenido que dejar en las cuadras que se hallaban en un cercado adosado al templo. Decidió no hacerlo. Sintió que tenía que ser cauto, más de lo acostumbrado. Su asno, parecía contento cuando se separaron, lo que le hizo a Ankhior sentirse aliviado. Para él, el asno era su mejor amigo, su compañero de destino, su cómplice y su ahínco. Se convenció a sí mismo, que se encontrarían en breve. Tras este sentimiento, colocó su alforja sobre el camastro asignado y por indicaciones del monje, pasó a asearse antes de incorporarse a los quehaceres diarios del templo.

—En breve, escucharas el cántico del mediodía, entonces, ya ataviado con las ropas que encontrarás en esa estantería, baja a la plaza mayor, la del estanque que te ha llamado tanto la atención —dijo mientras se dirigía a la salida del dormitorio común.

—De acuerdo, allí estaré.

El monje, hizo ademán de abandonar definitivamente la sala, pero se arrepintió, giró en redondo y volviendo a entrar y entornando la puerta, como si quisiera evitar que alguien le escuchara, continuó diciendo:

—Por cierto… ¿traes contigo algo de valor…?

—No señor, no llevo nada, soy un hombre de asno y alpargata. Mi mayor valor, soy yo miso y mi intención de servir a dios —concluyó con la certeza de que había convencido al monje de que su ambición estaba en el espíritu y no en la materia.

—De acuerdo, espero que no mientas. Si estuvieras mintiendo, debes saber que el tesoro que traigas contigo te será arrebatado.

—Sí señor, puedo entenderlo, pero no tema, no llevo nada que a vuestro templo pueda interesarle, que yo sepa.

Mientras decía tal afirmación, Ankhior apretó el puño derecho, estrujando contra sí, lo que ocultaban sus dedos. Temió que el monje advirtiera su miedo, aun así, continuó mirándole firmemente a los ojos.

Finalmente, el monje abandonó definitivamente la habitación, sólo entonces Ankhior, sacó su mano cerrada del bolsillo y la abrió. Sonrió, estaba allí, intacta, impoluta, presta para ser llevada a su destino.

Esa era su misión. Hacer llegar aquel secreto a su lugar original. Nadie tendría que saberlo. Nadie podría interferir en los planes que se había propuesto. Su misión en el templo, era la de convertirse en caballero, sólo desde ese estandarte, podría llevar el tesoro que sostenía a su destino. Volvió a sonreír, imaginando lo especial que iba a ser aquel crecimiento. Volvió a cerrar la mano. Buscaría un lugar donde salvaguardar aquello. Quizás creara un artilugio, algo que pudiera contenerlo, mientras él se formaba para ser caballero.

Lo tuvo muy claro. Raudo se puso a ello. Supo cómo hacerlo. Sonrió de nuevo. Tomó las prendas con las que se ataviaría a partir de aquel momento. Aseado y vestido, esperó a escuchar el cántico. Al poco, descendió hasta la plaza mayor y como uno más entre todos aquellos monjes, se disolvió en el grupo, confundiéndose. Escuchó atento la letra del canto, la memorizó y lentamente, conforme se sentía preparado, se incorporó a la canción. Los monjes, como una sola voz, cantaron hasta que el sol alcanzó la misma cúspide del firmamento y se alineó con la figura del hombre que parecía salir del centro del estanque.

Tras una ligera comida, fue conducido a las inmediaciones contiguas, situadas en la parte trasera del templo. Allí, otro monje, quien parecía un maestro, le asignó una responsabilidad, sobre todos los alimentos que se estaban cultivando en aquel huerto. Ankhior, no dudó, se sumergiría en las cavidades del terreno y contribuiría como mejor sabía a enriquecer la tierra que sería la base de toda semilla, que allí sobreviviera.

Se sintió cómodo y feliz ante aquel proyecto. Algunos monjes más jóvenes, decidieron unirse a su causa noble. Los jóvenes, iban a apoyar cada decisión de Ankhior. Aquella responsabilidad, le permitiría estar más tiempo en contacto con su asno. Estaba deseando volver a verlo, para abrazarlo. No dejaba de pensar en él y en su suerte y en si sería feliz ante aquella oportunidad que se habría ante ellos, para su global crecimiento. Pues un buen día el asno le había confesado, que desearía que su jinete fuera todo un caballero.

Se sintió amado por el asno, tanto como el asno podría sentirse amado por él. Asno y jinete, se aventuraban de forma unánime a crecer, imbuidos en una vida en la que mucho había que hacer. Sabían que quizás se perderían, que podrían romperse, que podrían estropearse, que podrían descorazonarse, una y mil veces, pero eso no iba a impedir que alcanzaran lo que ambos soñaban con toda su sed.

Uno de los jóvenes ayudantes de Ankhior, se acercó al neomonje con intención de conocerlo mejor:

—Señor, advierto que es usted de otro color ¿es posible eso…?

—No, no lo es, Semmut, es tu forma de verme, soy del mismo color que tú —le aseguró, mientras colocaba unas semillas separadas cuatro palmos entre ellas.

—Entonces señor, ¿cómo es posible que sienta que en vos existe un color que no conozco…? —insistió el muchacho intrigado por aquello que veían sus ojos, pero que no era confirmado por el emisor.

—Quizás ves en el otro algo que no eres capaz de ver en ti. Es lo único que te puedo decir. Acércame el canastillo aquel, por favor —le solicitó para continuar con su labor mientras dialogaban.

—Lo siento Ankhior, insisto, algo destella en vos que no tienen otros.

Entonces Ankhior se incorporó. De repente, comprendió lo que el joven intentaba transmitirle. Semmut, había detectado el color que fluía del mismo secreto que escondía en su haber. El muchacho tenía razón, aquel tesoro portaba consigo un color desconocido. Por un instante se asustó. Si Semmut había podido detectarlo, otros también podrían hacerlo. Carraspeó para seguir diciendo:

—Gracias Semmut por esta observación, quizás algún día pueda explicarte cuanto me has ayudado. Ahora entiendo lo del color.

—¡Ah! Era tan evidente señor, que nadie me podía decir que no. Nadie me podía negar que con vos puede detectarse otro color. Me quedo más tranquilo. ¿Y no puede explicármelo…?

—Lo siento, pero no puedo, porque no lo sé ni yo mismo. Te garantizo que el día que tenga la explicación, la compartiré contigo.

—¡Oh! Gracias señor, muchas gracias, será un honor.

—Anda, sigamos con la labor, está a punto de levantarse el sol y tenemos que ir a la cámara de lectura. Hoy el Emisario Mayor, tiene un gran tema que exponernos, pero parece que va a hacerlo un nuevo maestro.

Ankhior, con disimulo localizó su secreto. Apretó como siempre con fuerza el puño. No podía esperar por más tiempo. Diseñaría un cartucho. El cartucho sería la solución. De ese modo podría guardar el secreto al amparo de todos y sólo así, éste podría llegar a su destino.

—Mañana mismo me pongo a ello —se dijo para sí, tras esta afirmación, acompañado de los jóvenes monjes, marcharon juntos a la cámara de lectura.

Aquel día, un increíble maestro, hacía acto de presencia. Acudía desde un lugar muy especial, deseando que sus enseñanzas alcanzaran a todos en general, pero sólo alcanzarían a los ciertos.

Se hizo un sepulcral silencio. Al poco el maestro acabado de llegar, habló:

—Saludos a todos. Mi nombre es Fezahram. Estoy aquí para comprobar quienes serán aquellos que, con corazón verdadero, en caballeros se convertirán. Sabed que muchos de vosotros, abandonaréis por propia voluntad el templo.

Un fuerte murmullo se desprendió por la cámara. Parecía que los monjes no tenían idea de que algunos de ellos nunca lo conseguirían.

Ankhior, miró a los ojos a su ahora maestro. Al instante supo que mucho aquel hombre le iba a enseñar. Su corazón se engrandeció por dentro, tanto que, al palidecer el sol de aquella tarde, le supo a poco la clase de aquel día. Fezahram, había conseguido calar en sus ansias de sabiduría.

Fezahram levantó la vista de la tablilla por la que deslizaba sus dedos, traduciendo aquellos escritos que llenaban la vida del templo. Al hacerlo, topó con la mirada que Ankhior tenía clavada en el maestro. Sin poder evitarlo, maestro y alumno se sonrieron y al hacerlo un planeta pareció sentir que algo se removía en sus adentros. Aia, se hallaba inconsciente de lo que estaba ocurriendo, pese a ello, muy pronto se enteraría de todo.

©Joanna Escuder

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