Fezahram, el anciano

Como si de algo muy sinuoso se tratase, una brizna cayó del cielo, del mismo en el que surgían todos y cada uno de los deseos. Esa brizna, plasmó una imagen, que, en nada ficticia, pudo ser traducida por un señor exultante de alegría. Vivía sólo, lleno de gracia, para dar y regalar, pero sin nadie a quien le pudiera interesar, todo lo que de su saber partía. Su cercanía al astro sol, lo convertía en un gran y oculto confidente de esta misteriosa fuente. Pues siempre se preguntó como hacía el sol, para poder brillar e iluminar, sin agotarse jamás. El astro le devolvía una sonrisa, como invitándole a que descubriera la maravilla que era expandir la conciencia en un ejercicio sin principio ni fin.

Fezahram, que así se llamaba aquel anciano, se obsesionó en descubrir los misterios de la vida y desde muy joven, decidió dedicar su existencia a la filosofía. Desgranaba e interpretaba todo aquello que aparecía ante su atenta mirada. Se preguntaba y se cuestionaba las deducciones a las que llegaba, para volver a comenzar de nuevo. Sin juicio y con tesón.

Algunos días, se acostaba angustiado por no haber hallado una respuesta que gratificara esa jornada, en cambio otros días, siquiera podía conciliar el sueño, por la emoción de lo que había descubierto.

Fue tanta su dedicación e insistencia, que su mundo se reveló a una realidad, muy alejada de lo que al resto les interesaba. No vivía para cruzar la vida sin exprimirle nada, Él, vivía para penetrar en esos misterios, que, aunque basados en pura filosofía, eran respuestas que le colmaban de dicha, y cuando ese sentimiento – el de la dicha – se albergaba en él, un estallido de felicidad, provocaba que todo a su alrededor se recompusiera.

Así descubrió el efecto dimensional de todo… de cada sentimiento, de cada acción, incluso de cada reacción. Algunos, le comenzaron a llamar “El Hermético”, apodo que denotaba su dedicación por todo lo que quedaba herméticamente oculto a quien no mostraba interés por ello, pero eso fue en una época muy concreta en la que era una premisa, dejar plantada una importante semilla.

Un buen día, vaciló sobre algo que no acababa de cernirse a su propia naturaleza autodidacta. Aquel día, trastabilló la dicha, pues al ser consciente de lo que ocurrió, se desmoronó el episodio que había escrito con todo su amor, para ponerlo a disposición de quien, como él, estuviera interesado en aprender.

La desgracia había sobrecogido al hermoso planeta Aia, algo muy profundo se apagaba sin remedio. Algo tan propio y a un tiempo ajeno, que, si no se estaba atento, acabaría por arrastrar a cada átomo del cosmos a un desastroso final.

Durante largos días y largas noches, no pudo conciliar el sueño. La brecha que se había abierto, estaba afectando los niveles de sabiduría e ignorancia. Si la ignorancia vencía, la fuente evolutiva se precipitaría. El proyecto humano de Ikarom, se convertiría en el reflejo de esa situación. Estaba dispuesto a contribuir a través de su maestría, para aportar una solución a aquella desdicha.

Preparó su libreta y de forma gráfica, trazó lineales y elementales sistemas en los que podía observarse con facilidad, la disposición actual en la que había sucumbido la conciencia global. La afectación a todo el sistema y a todo el plan, quedaba clara a los ojos de cualquiera que tuviera verdadera intención de sostener la dirección de la vida, hacia el propósito.

Releyó los veintidós textos que redactó y cuando tuvo muy claro que sus sospechas tenían fundamento para tomar acción, enrolló los papiros, los lacró y sin más, solicitó audiencia con Ikarom.

Aquella osadía no era propia de él, de un señor al que jamás se le ocurrió inmiscuirse en las cuestiones reales. Siquiera le interesaban, pero sí, velaría para que el lugar en el que se erigía la vida terrenal, mantuviera los más elevados niveles de conciencia y se alejara de la autodestrucción.

Estaba Ikarom, caminando en solitario por los valles y prados de la Gran Montaña, ese lugar de gran prosperidad que tanta felicidad le daba. Se acuclilló para observar como una rana vivía para el instante de bañarse en la charca. Para Ikarom, era muy curioso cada día, descubrir la vida que se abría a su alrededor y que formaba parte de su reino. En esos momentos parecía convertirse en un niño pequeño, que curioso e ingenuo, buscaba explicaciones a la belleza de la creación. Siempre se preguntó si en algún lugar del reino, habría alguien que, como él, tuviera interés en comprender lo que a simple vista parecía incomprensible.

Tal y como proyectó esta duda, un señor de mediana estatura, le llamó por su nombre. Ikarom, se dio la vuelta, como si ya supiera quién era su interlocutor. Parecía que se conocían de toda la vida. Se saludaron con gran satisfacción y sin una pizca de duda, se dispusieron a despachar aquello que había traído al maestro a su encuentro.

Fezahram, portaba bajo el brazo, los misteriosos papiros, los textos que iban a dar la información precisa para quien, con mirada sabia, pudiera comprender. Buscaron una amplia explanada, bordeada de grandes olivos, surcada por mantos de flores de elessya. Tomaron asiento en sendas rocas, que a modo de silla les facilitó la entrevista. En una losa cercana, Fezahram, siguiendo un orden, fue extendiendo los veintidós papiros redactados en ántiko, mientras fue explicando el motivo de toda aquella información. El rey lo escuchaba atento, como nunca antes, intentando comprender cada concepto de lo que tanto trabajo le había representado a aquel hombre sencillo y atento a los pormenores que afectaban a su reino.

Acabó el día, penetró la noche y ambos, inmiscuidos en el diseño del plan, continuaron con lo que hacían.

De nuevo se elevó el sol. Se precipitó, una vez más, la vida en la Gran Montaña, algo que ambos agradecieron. 

Tras que consideraran el plan trazado, se pudo escuchar la siguiente conversación:

  • ¿Cuándo crees oportuno que actuemos…? — preguntaba el rey al maestro.
  • Cuanto antes. Esto no puede esperar. Estoy convencido de que mi propuesta es la oportunidad. Soy consciente de que es un plan arriesgado, pero sin riesgo no hay solución.
  • Estoy de acuerdo.
  • Entonces, comienzo hoy mismo a prepararlo todo. Algo más — interrumpió — creo necesario solicitar ayuda.
  • ¿Qué clase de ayuda…? — demandó el rey.
  • No podemos hacerlo solos, necesitamos colaboración.
  • No soy yo quién va a cuestionarte nada — le aseguró —. Adelante. Tú actúas según lo que hemos hablado y yo actuaré facilitándote el proceso. Nos vemos pronto.
  • ¡Señor! — gritó Fezahram — los veintidós papiros, deben quedar custodiados. En ellos se especifican claves vitales para nuestro trabajo, si alguien más las conoce, se puede perder todo.
  • Yo me encargo. Nombraré a Letzbah, el Shemsu Hor, cómplice de esto. De momento queda entre nosotros tres — aseguró, cogiendo con fuerza los documentos — puedes comenzar a disponerlo todo, tienes mi beneplácito.

Fezahram, dejó la Gran Montaña, preocupado, pero también expectante a lo que se avecinaba. La vida, comenzaría a tomar un camino nuevo, serpenteante, con idas y venidas, con senderos por los que transitar y poder regresar al camino principal, un camino con dirección, con propósito. Las escuelas, mostrarían esos caminos, las herramientas, los planes y el propósito, pero solamente representarían lugares en los que concienciarse y en los que tomar responsabilidades, cada cual lo haría a su modo y se tomaría todo el tiempo que necesitase, nadie podría imponerse, dominar, obligar ni dirigir, eso jamás funcionaria ni para el comandante, ni para el soldado. Fezahram lo tuvo claro, las escuelas tendrían un indicativo claro, se las conocería como Escuelas de la Vida. Sonrió. La tarea, acababa de comenzar. Lo mejor llegaba después, cuando todo ello se convirtiera en el legado que hacer llegar a las generaciones venideras, después de varias eras. Ahí llegaba la dificultad, aun así, nada estaba perdido.

Por su parte el rey, encargó al Shemsu Hor la salvaguarda de los papiros, quien, de momento, hasta nueva intervención, quedarían pulcramente guardados en un viejo baúl. Tenían que asegurarse que nada iba a entorpecer el plan. En ese instante de pura preocupación, una hermosa águila se posó en su hombro. Ahí fue cuando Ikarom, lloró, sintiendo en ese momento el respaldo del mismo creador. Miró a los ojos del águila, ésta le habló sin voz, con esa mirada que lo dice todo.

A su manera el águila le había hablado de una joven escribana que escribía textos, conectada al mismo centro del universo. Ella sería la garantía de que la información fuera alcanzada, cuando fuera el momento.

©Joanna Escuder

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