Las Denas

Arropada por un enclave excepcional, se encontraba la vieja maga a punto de dar con aquello que tan ansiosa buscaba. En su laboratorio cabía casi de todo, desde las más antiguas y conocidas hierbas hasta los más únicos e intensos rituales. Había también amuletos, cristales, restos de huesos y antiguas vasijas en las que macerar y hervir mezclas desconocidas. La anciana, probaba y probaba y cada día antes de que amaneciera, bien abrigada, se perdía en las profundidades del bosque que rodeaba su casa y sin distraerse un ápice, iba recogiendo todo lo que la naturaleza le regalaba. Unos días era hojas, piedras, insectos y larvas, otros días eras raíces, flores perfumadas, cortezas de madera y bayas. Así cuando tenía lleno el cesto, regresaba, siempre, siempre muy bien acompañada, por un pretérito amigo que nunca la abandonaba. Se trataba de una hermosa lechuza, de ojos grises, alarmantes, tan abiertos e inquietantes que solamente la anciana conseguía sostener firme la mirada con el ave. Muchos eran los que decían que mirar a la lechuza les producía tirria, creían que era un ave que repudiaba a quienes mintieran.

—Tu conciencia no está limpia —le dijo aquella mañana Elvaster a Hermisa— tu conciencia no te permite mirar a la lechuza y saber qué opina de ti. Arien es muy sabia, capta todo en tu mirada, y tú sabes que no puedes engañarla. Ahora ves y mírala de nuevo y dime si has sido capaz de conectarte con sus ojos.

—Lo siento Elvaster, es imposible, no consigo aguantar más de cinco parpadeos —confesó la pequeña.

—No te preocupes, al menos tú te atreves y eso ya te hace digna de su confianza. Fíjate como no te repudia, sólo te respeta y te observa.

—¿Podré entonces ser tu alumna…?

—Si Arien no dice lo contrario, por supuesto, ella es mi intuición y conoce lo que yo ignoro.

—Gracias maestra, pero antes de que deposites tu confianza en mí, tengo que confesarte algo —le dijo Hermisa a la vieja bruja, con la cabeza gacha mirando al suelo y a sus pies descalzos.

Elvaster se encontraba en ese instante eligiendo unas preciadas bayas de un pequeño arbusto de difícil acceso. Continuó haciendo su trabajo mientras esperaba a que Hermisa por fin explicara algo que ocultaba desde que se conocieron.

—No es cierto que mi madre me abandonara en el bosque. Tampoco es cierto que no tenga donde ir. Pero, te juro que sí es cierto que prefiero quedarme contigo que regresar a mi casa. Allí no hay nada que aprender y aquí contigo siento que aprendo cada día. Creo que no podía mirar a Arien a los ojos porque te he estado diciendo una mentira. Lo siento.

Elvaster, siquiera se inmutó ante la confesión de Hermisa. Recordó a la perfección como se produjo el encuentro entre ambas y como ella, en su condición de instructora, dejó que los sucesos se produjeran sin poner ninguna objeción y sin siquiera preguntarse si aquello para la niña era lo mejor.

—Me gustaría explicarte todo lo que recuerdo de mi casa, de mi familia, de mis padres y de mis hermanas durante mi vida en la Ciudad de Permoh —le sugirió—. Perdóname por no habértelo dicho antes, por haberte mentido y por haberte omitido información sobre mi pasado, lo hice para poder quedarme.

—Es el momento de que lo hagas. Habla y quédate tranquila —le ordenó, mientras continuó recogiendo bayas—. Por favor, sujétame la cesta, tengo que encaramarme a esta encina. Mira que hermosas bellotas.

Elvaster lanzó un buen puñado de bellotas para que Hermisa las pusiera en la cesta. La mañana acababa de comenzar, tenían por delante todo el tiempo del mundo para ellas y sus conversaciones. Así Hermisa, con semblante serio, y algo emocionada por lo que iba a explicar, carraspeó, para comenzar a narrar desde el principio sus recuerdos.

Se miró de nuevo los pies descalzos y tal y como lo hizo se visualizó con los pies hundidos en el barro.

Los pies se me hundían en la tierra, anegada por el agua de lluvia de aquellos tres días interminables de frio invierno — se estremeció sintiendo de nuevo el frio que la envolvió durante todo el día —. Mi madre me gritó para que tirara con fuerza y fuera capaz de despegar los pies del barrizal. Como pude avancé a cortos pasos, cargada con una gran saca de semillas de calabaza, que no podía tocar el suelo para que no se mojara y se echara a perder.

Desde muy corta edad colaboré en las tareas de la casa.

Recuerdo a mi hermana Tracia. Ella se casó con un señor muy mayor, que según decía padre, le daría una vida mejor. Mientras padre aseguraba aquello, madre lloraba a escondidas, temiendo por el destino de Tracia con aquel hombre desconocido. Recuerdo sentarme en las rodillas de mi madre y acariciarle la mejilla húmeda de tantas lágrimas que a menudo vertía. La besaba, sin mediar palabra, sólo pretendía darle calma. Me emociono al revivir la sonrisa con la que mi madre Casbrinda me respondía, era capaz de sonreírme y agradecer aquel sencillo acto de amor. De repente, mi madre transformaba el llanto en alegría y sin más se ponía a cantar una preciosa canción. Tantas veces la escuché cantar que me la aprendí de memoria.

El día que Tracia abandonó el hogar familiar definitivamente, encontré a madre arrodillada, con la cabeza y la mirada puestas en el cielo de una noche de plenilunio, donde parecía que sólo ella y la luna existían. Fue hermoso y a un tiempo muy doloroso presenciar aquella escena. De repente, escuché a madre hablar en voz alta con la fuerza lunar, rogándole que amparara a Tracia y que la ayudara a sobrellevar aquello que pudiera esperarle en su nuevo hogar.

Lloré junto a ella sin que me viera, rota por no comprender el motivo por el que padre decía que la niña tendría una mejor vida y en cambio madre, temía tanto por aquello que podría ser una mejor forma de vivir para Tracia. No entendía nada. Me quedé dormida observando a madre hablar intensamente con la luna de aquel día y en ese sueño apareció una mujer bellísima que me dijo:

— Hermisa, vendré a buscarte cuando sea el momento, no te preocupes, nos veremos en el bosque. Dicho lo cual, desapareció. Me desperté. El sol estaba saliendo con fuerza. Madre me había metido en mi cama. La llamé, pero nadie me contestó. Cuando fui en su busca, la encontré atareada en el gallinero. ¡Madre! —le grité sin saber muy bien qué decirle— tengo hambre. Casbrinda nos preparó el desayuno a todas, sin poder evitar que sus ojos volvieran a humedecerse por la ausencia de Tracia. Cuando Frida se reunió con nosotras, tras dar de comer a los cerdos, me decidí a hacerle la pregunta:

— Ayer te vi hablar con la luna… Dime… ¿ella te responde…?

— ¿Cómo va a responderle…? ¿Qué estupidez estás diciendo? —gritó con sorna la mediana de mis hermanas, que por un instante pareció que se sentaría en la mesa, sin siquiera lavarse las manos.

Mi hermana Frida, es muy valiente y decidida, aunque podrías confundirla con un chico. Habla como tal, incluso sus ademanes son masculinos, a veces le digo Frido y ella me persigue para hacerme cosquillas. Madre suele explicarle que una mujer no debe perder nunca su feminidad, a lo que Frida le contesta, que si fuera un chico no sufriría tanto. Pese a que Frida quiso impedir que madre me respondiera, no lo consiguió, así madre me aclaró que era cierto que hablaba con la fuerza lunar y que ésta le respondía.

— Hija, siempre lo hace, siempre me responde, ella es mi guía, es mi energía, no puedo por más que compartir todo lo que siento con ella —confesó, troceando unas habichuelas para echar en la cazuela, donde hacía un rato ya hervían varios trozos de gallina.

— Lo ves, mamá habla con la luna y a partir de hoy, yo también hablaré — aseguré, retándola—. A ti no te responde porque no le hablas… Inténtalo Frida, será divertido.

— Dejadme en paz, no pienso continuar escuchando tanta estupidez. Voy a trabajar.

Con ademán de adolescente enfadado, cogió una manzana del cesto de la fruta y dándole ruidosos bocados, salió de la casa, finalizando la escena con un portazo.

Madre se acercó, me besó y me dijo:

— No te preocupes hija, si tú quieres hablar con la luna, hazlo, que nada te lo impida. Estoy segura de que algún día, tu hermana te pedirá ayuda y tú como buena chica, se la darás. Le darás toda tu experiencia y de cómo aprendiste a comunicarte con la fuerza lunar.

— Si madre, lo haré. Cuando Frida me necesite, allí estaré.

— Tu madre es hermosa y sabia, una gran madre por lo que cuentas – intervino Elvaster, recogiendo flores de manzanilla y diminutas semillas de perla negra, que plantaría en su jardín de esencias.

— Si, lo es, la añoro mucho, pero no puedo volver, todavía no es el momento.

— Lo sé. ¿Qué ocurrió aquel día de lluvia…? Continua… — la invitó Elvaster.

— Se hacía tarde, comenzaba a oscurecer, estábamos agotadas, las sacas de semilla de calabaza pesaban y podíamos echarlas a perder si se mojaban. Madre se impacientó, yo no era de mucha ayuda, le ralenticé demasiado el paso y comenzó a desesperarse.

— ¡Hermisa! ¡Vamos! ¡Con fuerza! Acelera el paso hija. Tenemos que aprovechar este instante de bonanza, para llevar las sacas al granero. Son nuestro sustento para el próximo año. Si conseguimos venderlas en el mercado de las caballerizas, tendremos para descansar durante una temporada – me alentó a bastantes pasos de distancia.

— ¡Madre! Ya lo intento. No puedo ir más rápido. Adelántate tú. Yo ya llegaré. No me esperes. Pon a salvo tus sacas. No podemos arriesgarnos a que se ponga de nuevo a llover y nos quedemos aquí atrapadas toda la noche — le sugerí a madre, para que tomara una decisión —. Madre dudó, pero creo que entendió que la propuesta que le hice era la única solución.

— ¡Está bien hija! — me gritó de repente, alejándose — hacemos una cosa, me apresuro para llegar a casa, dejo las sacas y vuelvo con tu hermana a buscarte. Sobre todo, no pierdas el paso, no te alejes del camino, no hables con nadie… si te cansas, canta hija, canta nuestra canción y verás que al cantar olvidarás el cansancio.

— De acuerdo madre, no te preocupes lo más mínimo. Adelántate… si me canso cantaré…

Para tranquilizar a madre me puse a tararear nuestra canción, sé que a ella eso le daba paz de corazón:

Niebla y barro, ensucian mis zapatos.

Sol y luna, corren por mis venas vuestros lazos…

Oh mi sabia estrella,

Acude en ayuda de tu pequeña…

Oh veo un cielo mágico…

donde el sol, la luna y esa estrella que soy yo…

nos damos un abrazo…

Niebla y barro, atrapan mis pequeños pasos…

Sol y luna, me acunan en sus brazos…

No me rindo, ni ante la niebla ni ante el barro.

Sólo siento que con vosotros estoy a salvo…

Fui testigo de cómo madre apretó a correr, atravesando el frondoso camino, al tiempo que el Sol se vencía ante la incipiente fuerza lunar, que comenzaba a intuirse. Miré a madre con compasión, ella tenía siempre una gran preocupación por Frida. Era sin duda la más rebelde de todas, incluso que la fallecida Dalia. Cuando algo no lo consideraba correcto, era capaz de perderle el respeto, incluso a padre. Debido a que Frida, se hubiera escapado por el bosque, si hubiera sido ella la elegida para acompañar a madre, prefirió ir conmigo y a ella dejarla al cuidado de la casa. Mi hermana se quedó limpiando el granero, acicalando de heces el puerquero, sacudiendo los colchones de insectos, recogiendo patatas del huerto, haciendo la cena y aguardando a que padre entrara por la puerta. Algo que habitualmente hacía, alcoholizado, era entonces cuando Frida, tenía la obligación de desnudarlo y lavarlo, y darle un potaje caliente, antes de que se echase a dormir hasta el día siguiente. Yo sé que Frida, odia a padre y que madre se siente responsable, a veces la escucho llorar a escondidas, un día la escuché murmurar, estaba rogándole a dios morir, incluso que nos llevara a todas de esta vida, y reunirnos con Dalia.

—   Tu madre es una mujer muy desesperada por la situación, tu desaparición tiene que haberle causado aún más dolor, ¿te das cuenta, ¿no?

—   Si, lo sé, es la peor parte de todo esto, pero sé que estoy haciendo lo correcto y sé que cuando esté preparada y me convierta en una mujer libre y real, eso será lo mejor que le entregaré a mi madre y hermanas. Quiero demostrarme a mí misma que yo no tengo porque vivir una vida que no quiero y que siquiera elijo, y si yo lo consigo, ellas podrán liberarse de las cadenas que las atrapan, vida tras vida.

—   Es un razonamiento sabio. No voy a intervenir en tú decisión, si tienes claro que quieres quedarte, esta es tu casa. Pero eso sí, nunca más ninguna mentira.

Elvaster miró de soslayo a Arien, quien estaba al corriente de toda la conversación y quien pareció asentir a lo que ella le exigía a la niña.

—Estoy de acuerdo. Quiero disculparme por haber sido tan estúpida y creer que no me descubriríais. De verdad que lo siento.

Tras considerar que el cesto ya estaba lleno de diferentes elementos como para continuar experimentando en la búsqueda del brebaje, Elvaster y Hermisa se dirigieron a la estrecha y escondida cabaña de la hechicera, contentas y con la esperanza de que ese día tan ansiado llegara. Elvaster estaba convencida de que el brebaje que estaba descubriendo iba a convertirse en un producto de vital importancia para todos aquellos que se atrevieran a ingerirlo. Ella era una bruja, y como tal hacía honor a su cualidad esencial. Elaborar brebajes no era nada extraordinario, pero elaborar aquel brebaje, sí lo era.

No había sido casualidad encontrar a Hermisa en el bosque. Una niña que con tan sólo mirarla ya había augurado que con el tiempo se convertiría en su mano derecha. Curiosamente la historia de Hermisa y la suya eran muy similares, sólo que a ella la recogió su hermana y maestra Liodora, la Gran Feresdena, quien había hecho de ella quien hoy era.

—¿Sabes una cosa, pequeña? ¿Sabes que me alegro mucho de haberte encontrado…? Quiero que lo sepas. Quiero explicarte que entre tú y yo no hay mucha diferencia. Yo también elegí perderme en el bosque y huir de una vida de dolor y golpes, de horror, de rabia, de reglas y uniformes, que no me dejaban ser quien soy. Ven, quiero mostrarte algo.

Hermisa se sentía muy emocionada por las palabras de su maestra, todo acababa tan sólo de comenzar, presentía una gran aventura y con aquella emoción, Hermisa se dejó llevar por el presente.

Elvaster, la condujo por un camino serpenteante, era angosto y oscuro, casi intransitable. La pequeña aprendiz de alquimista, no puso objeción, ni tampoco sintió temor, sabía que aquel camino era especial. Tras una larga caminata, Hermisa pudo observar como el camino estaba señalizado con pequeños letreros, encabezados por una cabeza de serpiente. Elvaster en ningún momento hizo comentario alguno sobre ello. Tuvieron que agacharse debido a que el ramaje era denso y cada vez más bajo. Se escuchaba como Arien iba de rama en rama, por encima de sus cabezas, siguiéndolas.

De nuevo Hermisa advirtió otro de aquellos letreros hechos en madera tallada. De nuevo la serpiente. Aquel reptil de ojos penetrantes y profundos, causaba una gran atracción en la niña, tanta que casi pierde a Elvaster, parada ante el último de los letreros de la serpiente.

—¡Hermisa! —se escuchó gritar a la maestra —vamos, no te alejes de mí.

—Si, voy, es que… ¿puedo preguntarte que es esta serpiente…? Llama mucho mi atención. No puedo apartar mis ojos de ella. es como si quisiera hablarme.

—Pues déjala que te hable. Mírala con los ojos de tu corazón y escucha atentamente —le sugirió Elvaster a la aprendiz de Feresdena, con un objetivo claro, Hermisa tenía que comenzar a despertar sus cualidades intuitivas, sólo así podría convertirse en una poderosa bruja, tal y como ella había elegido.

Hermisa se quedó petrificada ante la talla de la serpiente, como si ésta fuera a cobrar vida de un momento a otro. Sin esperarlo, se escuchó una exclamación:

—¡Maestra! ¡Maestra! La serpiente me ha sonreído. ¿Cómo es posible? Lo he visto con mis propios ojos, me ha sonreído.

Hermisa saltaba de alegría, había podido comunicarse interiormente con la imagen de la serpiente y eso la convertía en una niña dichosa. La maestra sonrió a su vez. Aquella niña era un tesoro, pero aún no podía saber qué hacían juntas, lo que sí tenía claro era que Tiamat estaba de acuerdo con ese encuentro.

Tras que Hermisa y Tiamat se conocieran, Elvaster continuó por el sendero, aún les quedaba un largo trecho hasta alcanzar aquello que la maestra deseaba mostrarle a Hermisa.

Con gran alegría en el corazón, Hermisa decidió cantar, tal y como su madre le enseñara, sin más comenzó a tararear la canción de Casbrinda:

Niebla y barro, atrapan mis pequeños pasos…

Sol y luna, me acunan en sus brazos…

No me rindo, ni ante la niebla ni ante el barro.

Sólo siento que con vosotros estoy a salvo…

—Hemos llegado —informó Elvaster a Hermisa que cesó de cantar al instante.

—¿Podemos entrar…?

—Sí, claro, hemos venido hasta aquí para eso.

—¿Qué hay aquí dentro? Está muy oscuro, no puedo ver nada —comentó Hermisa mientras ella y la maestra cruzaban el umbral de una pequeña cavidad en la roca, tapada por matojos que tuvieron que apartar.

—Entra y escucha con todos tus sentidos —le sugirió.

—De acuerdo.

Ambas hechiceras se quedaron en absoluto silencio dentro de la oquedad, y sólo ante ese respeto a la oscuridad pudieron escuchar algo. Era como un silbido primero y como un ulular después. Al momento, el propio silbido se convirtió en palabras y el ulular en música para el alma, era como si alguien cantara, pero cantaba tan profundo y para adentro que casi era imposible descifrar aquellas palabras.

—¿Quién canta…? — preguntó Hermisa con total inocencia.

—Es ella. Es la Gran Serpiente, es Tiamat quién nos da la bienvenida a su hogar.

—¿Es la serpiente con la que nos hemos cruzado en el camino…?

—Sí, es ella, nadie jamás ha podido verla con los ojos físicos, pero somos muchas quienes la hemos podido escuchar y hablar con ella. Es la más anciana de todas nosotras, ella fue la primera Feresdena, la única, la que siempre ostentará el título divino, pues fue la iniciadora, la que se convirtió en un referente para todas nosotras. Ella no debe morir jamás, tienes que saberlo. En su momento, te explicaré más cosas.

—Ahora ya conoces el secreto de las Feresdenas, es el mejor guardado de todos los secretos. Era importante que lo conocieras para ser una de nosotras.

—Te lo agradezco Elvaster, gracias. Me siento muy afortunada. Seré una buena alumna de esta Escuela de Misterio. Solamente tengo una duda, no comprendo qué significa la palabra Feresdena.

—Tienes razón, no te lo he explicado. Regresemos al sendero y mientras volvemos a casa te hablo de ello.

Ambas mujeres salieron de la oscura y misteriosa cueva. Volvieron a cubrir la entrada con los matojos y se dejaron conducir por el serpenteante camino mientras comentaban el significado de la palabra Feresdena.

—Verás, existe un pueblo, en el que se desarrolló una raza que dejó un gran legado en este planeta. Se trata del Pueblo Nakhan. Todos los seres humanos, procedamos de donde procedamos somos portadores de la semilla de este pueblo, debido a que su desarrollo generó y dio alcance a una pervivencia cercana a lo utópico. Tal y como mi maestra, la Gran Feresdena me aseguró, el Pueblo Nakhan es el exponente más tangible de la vida en la dimensionalidad a lo largo de generaciones. Jamás cerraron ninguno de sus canales.

—¡Qué interesante maestra! ¿Crees que yo soy una Nakhan…? — preguntó entusiasmada por recibir una respuesta afirmativa.

—Si no lo eres, lo serás, por algo estás aquí y te estoy transmitiendo este conocimiento.

—Sí, claro, seguro que mi procedencia es Nakhan – casi aplaude la jovencita.

—No des nunca nada por hecho. Descúbrelo, sólo eso te dará seguridad. Conócelo y así sabrás de qué estás hablando. Ámalo y sólo entonces podrás tener la certeza de que la semilla ha brotado en ti y que no tienes nada que temer.

—Gracias por la puntualización — dijo Hermisa mirando a su tutora a los ojos, en señal de atención ante lo que le estaba explicando.

Elvaster sonrió para sus adentros. Sentía el entusiasmo que mostraba Hermisa. Le pareció interesante que la niña quisiera sentirse una habitante de aquel anciano pueblo, del que tan sólo acababa de conocer una pequeña mención. No obstante, continuó con la explicación.

—El significado original de la palabra Nakhan está dividido en dos partes evidentes. Una es la partícula Na que significa día y la otra es la partícula khan que significa noche. En resumen, Nakhan significa todo, pues todo es día y noche sin fin. Se trata del simbolismo de la sabiduría que no pone fronteras a la creación, en la que sabe que yace la eternidad del día solar y de la noche lunar.

—¡Oh! Qué maravilla, el sol, mira ahí está —dijo señalándolo y aprovechando para lanzarle un beso en la lejanía del espacio que los separaba y en la cercanía de su sentimiento que los unía.

—Si, él en idioma Nakhan se le denomina Seref. Él es Seref y a sus fieles devotas se las conoce con el nombre de Serefdenas. Ellas son las veladoras de las fuerzas solares, son magas del sol, trabajan de día, se comunican con la luz del astro, conocen perfectamente todo aquello que es visible a los ojos atentos. Toman nota de todo lo que sucede, de lo que la propia naturaleza expresa cada mañana, siendo sus maravillosos libros una gran herramienta para las Feresdenas.

—¿Pero ellas quienes son, entonces…? ¡Ah! Creo que ya lo entiendo.

—Si, por supuesto, ellas son las fieles devotas de Ferés. Mira, por allí ya se intuye la luna, ¿la puedes ver?

La forma que anunciaba que se acababa el día y comenzaba la noche, delataba que estaba transitando por un cuarto creciente, pese a que débiles nubes se cruzaban ante la luz blanca, perturbando su visión.

—El Pueblo Nakhan se ordena en su aspecto femenino, en Serefdenas y Feresdenas, sol y luna respectivamente, creando una unión perfecta tal y como lo hacen ambas fuerzas. Mientras las denas de seref escriben sus libros y el conocimiento que el día les entrega, las denas de ferés nos dedicamos a experimentarlo. A través de la intuición y de la comunicación interior con lo superior, elaboramos pócimas, elixires, ungüentos, y todo tipo de remedios medicinales. Los libros de las Serefdenas son nuestras guías, así sabemos las propiedades de las plantas, sus efectos, como se cultivan, etc. Ellas son las mensajeras que portan la información solar y nosotras somos las curanderas, quienes ponemos en práctica todo ese conocimiento y lo convertimos en experiencia. Entre nosotras jamás existe combate, ni ningún tipo de competencia, sabemos muy bien que las unas, no podemos existir sin las otras, del mismo modo que el planeta no puede existir sin el sol y sin la luna.

—¡Oh! Qué interesante… ¿y yo podré ser una Serefdena? ¿o una Feresdena?

Se escucharon fuertes risas procedentes de la maestra, que se miraba a la jovencita, poniendo una gran esperanza en su ser, sabiendo que su alma, si había dado con ella, era porque en su interior habitaba una Dena.

—Si te aplicas bien, si te instruyes, si consigues mantener viva tu esencia, no dudes en que la Dena que llevas dentro emergerá y entonces sabremos si eres una Dena de Seref o bien de Ferés.

—¿Yo tengo una Dena? ¿Me puedes explicar mejor qué es una Dena…? No lo comprendo.

—Es muy sencillo, la Dena es una mujer savia que sabe cómo utilizar su don más preciado, que lo utiliza, que lo ama y que abraza eso tan profundo que sostiene dentro de sí misma y que se ha creado a lo largo de la vida, de muchas vidas, de mucha experiencia, de mucha lucha, de mucho sacrificio, pero que ha evolucionado, convirtiéndolo en amor y comprendiendo que incluso lo que no se puede ver con los ojos, se puede ver con la intuición. Las Denas crean unidas y en misteriosos campos energéticos, aún ignorados por muchos. Es por ello que existe entre ellas un cierto secretismo, es debido a que sus canales de fuerza son invisibles a simple vista.

Elvaster, de repente adquirió semblante serio, miró a los ojos a Hermisa y con gran contundencia le dijo:

—Tendrás que vigilar mucho lo que ocurra a tu alrededor, hay quienes nos odian, nos consideran lo peor de esta tierra y son incansables exterminadores de nuestra estirpe. Los reconocerás porque ellos nos llaman Deonas, porque siquiera quieren pronunciar el nombre de la diosa de todas. Te harán creer que eres una Deona, es decir una mujer poseída por el mal y por su locura. Te increparán, te confinarán y muy probablemente te quemarán en la hoguera —acabó explicando Elvaster a su alumna, con una tranquilidad tan humana, que parecía restar importancia a la barbaridad que acababa de expresar.

—¡Es horrible! ¿Pero maestra porqué os odian? ¿de qué tienen miedo? ¿Por qué quieren acabar con las Denas?

—Buena pregunta. Prefiero que lo descubras por ti misma, sólo así la Dena que llevas dentro será madura y si yo te lo explico, cuando un Lacester te acuse de Deona, es posible que dudes de ti misma.

—Tengo que confesarte algo más, ellos los Lacester, nos odian, pero sobre todo nos temen, son niños pequeños encerrados en cuerpos de adultos que nunca conocieron su poder dimensional.

¡Buf! Va a llover. Rápido regresemos a casa. Por aquí.

La maestra apretó el paso para deshacer el camino por el que habían penetrado, mientras Hermisa la seguía, intentando fijarse en identificar los árboles de aquel frondoso bosque, para que cuando ella caminara sola por él, no perderse. Aunque eso sería poco probable, pues una preciosa loba aparecía cada vez que ellas penetraban en el bosque, la loba se había convertido en una gran guardiana. A los pocos pasos un resplandor provocó que la loba apretara a correr, aullando hasta indicarles que tenían que refugiarse, pues amenazaba tormenta. La maestra y la joven comenzaron a correr, perdiéndose entre la lluvia y el barro del bosque.

La hermosa Maatkaré, una mujer alta, recia, de firme mirada y presencia, les abrió la puerta de la casa y las animó a hacer el último esfuerzo para cubrirse del diluvio.

Sobre una mesa, humeaba una aromática infusión de hierbas y un plato de galletas recién hechas esperaba a su vez ser saboreadas por las recién llegadas. Maatkaré era una Serefdena que convivía con Elvaster por temporadas, su magia era exquisita, su dedicación de admirar, su porte y elegancia, le daban apariencia real pese a no ser más que una Dena más. Elvaster tenía a Maatkaré en gran aprecio, se conocían de antaño, desde hacía milenios. Habían coincidido en etapas cruciales y después cada una por separado había descubierto mundos siderales que cuando volvían a reunirse se los entregaban la una a la otra. Era como si ambas fueran dos en una.

Hermisa se había percatado de ello, y cada vez que Elvaster y Maatkaré se unían parecía que el tiempo se detenía, entonces Maatkaré iba en busca de un increíble libro, tomaba asiento y les decía a todas:

—¿Qué queréis saber hoy…?

Entonces las presentes cerraban los ojos, se cogían de las manos y entre todas decían:

Manair eram sen nabar – que significaba: aquello que nos una a todas.

El silencio se hacía presente y Maatkaré, también con los ojos cerrados, abría el libro al “azar” y comenzaba a leer, mientras todas escuchaban con atención intentando comprender la sabiduría que se había volcado en aquel papel.

Aquel día, alrededor de la mesa también estaban Marier, Halimar, Enar, Arim y Korna, cinco mujeres muy cercanas que formaban parte de estas reuniones de Denas, pues todas ellas ya habían descubierto su potencial y cada día trabajaban para conocerlo mejor.

Tras haberse secado y cambiado de ropa tanto Elvaster como Hermisa, tomaron asiento con el grupo y saborearon unas galletas, acompañadas de una riquísima infusión de plantas.

Cuando Maatkaré regresó con el libro ocultamente codificado y descifrado como Códice Wienay Kodar, como siempre les preguntó:

—¿Qué queréis saber hoy…?

A lo que el grupo al unísono respondió:

Manair eram sen nabar.

Maatkaré con los ojos cerrados, abrió el Códice y comenzó a leer:

Para aclararnos mejor, diremos que estirpe viene de linaje y que linaje viene del vínculo ancestral que desde antaño es conducido entre individuos, para garantizar que recorre la línea de tiempo de principio a final, pues si el final se une al principio, el linaje existirá, pero si no es así, no existirá ni linaje, ni estirpe ni un nombre que identifique aquello que otorga un poder personal a una forma específica muy esencial. De ahí surgió la idea de que la estirpe era perfecta y que siempre ésta la encarnaría la Dena. De este modo Dena y generaciones, no son más que partes de un todo que se identifican a sí mismas, como un común pero tácito principio de evolucionar de acuerdo a la personalidad que cada una de las siete, consigue crear para dar orden y presencia a la Dena. Si la Dena existe, es porque existen ellas. Si alguna deja de existir, si desaparece, si una sola se pierde, si se traiciona o aleja de su verdadera esencia, es desarmado el linaje y cada fractal de la entidad, así como su respectiva personalidad, es acogida por otro todo, que contenga una resonancia en la que se puedan albergar las almas, para comenzar de nuevo desde otro árbol genealógico. Nada se considera un error, sino todo lo contrario una forma superior de dar sentido a la evolución. El desarme de una estirpe, puede ser recuperado al cabo de milenios, cuando de repente, algo se produce durante la experiencia, que desvela y reúne a todas las piezas.

Y la siguiente pregunta es ¿qué es evolución?

©Joanna Escuder

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