
La Escuela de la Vida
…Cada apreciación u orientación con voz filosófica que es proyectado a la conciencia, sufre indefectiblemente los estragos de la atracción de todo lo que sostienen idéntica fuerza. La clara intención es la de que albergue en esa idea, todo el potencial que contribuya a que la humanidad, como una unidad, alcance una mayor comprensión de su propia existencia y la mente, acepte, finalmente, el motivo por el que fue creada…
El Gran Maestro Fezahram, con su habitual aire parsimonioso, había comenzado con estos términos, la clase de aquel día.
Emergía Re por el horizonte, como salpicado por las olas agitadas del Atkhio, al tiempo que se escuchaba movimiento en las calles. Aquel día, el maestro quiso contar con el apoyo de su compañera la jovial Heneas, quien hacía mucho que no estaba por aquellas tierras, y mucho menos en la escuela.
Conocer a Heneas, era verdaderamente una oportunidad, ella, en su absoluta presencia, era capaz de llenar un espacio casi sin hablar.
Su mirada, cruzaba eones de episodios vivientes, que registrados en las extensiones infinitas del Akroim, podían recuperarse, para ser compartidos en forma de papiros numerados.
Su habilidad se centraba en saber que cada episodio, era una forma de potenciar su máxima expresión, resonando en todo momento con lo más elevado de sí. Mostrándose, radiando y respetando todo a su alrededor.
Cuando el maestro la presentó a los asistentes de la clase de aquel día, Re ya se había separado completamente del mar, sin miedo a ser salpicado por las aguas de sal.
En Wienay Kodar, una extensa cordillera de montañas de forma piramidal, recorría el perímetro de aquella zona de la bahía en la que se ubicaba la escuela. No era banal decir que estaba situada en un lugar privilegiado y que todo el que acudía, disponía de un espacio para explorar más allá de lo conocido.
Heneas percibió la inquietud, incluso la impaciencia de algunos de los presentes. El jovencísimo Dyury, lo observaba todo con detenimiento, mientras su hermana Tajut no cesaba de importunarle con incógnitas. Ambos, era la primera vez que acudían a aquella ágora. Alguien les había indicado que era preciso que la conocieran. Con la sincronicidad como dueña, coincidieron con Heneas, hecho que iba a ser crucial en el entendimiento de la ley de la correspondencia.
El punto de encuentro del ágora era un espacio compartido donde se realizaban a su vez reuniones, fiestas, animaciones, representaciones teatrales, etc. También donde los alumnos más despiertos, exponían sus propias conclusiones, con las que atraían a sus compañeros y entre todos, generaban interesantes ponencias, sobre la vida, la existencia y todo aquello que se oculta en ella. Muchas veces, eran vitoreados por sus elucubraciones y propuestas. Otras muchas, eran abucheados y algunos, los más prepotentes, directamente, ignorados. Esas eran las directrices. Fezahram, se había encargado de no permitir que ninguno de sus alumnos quisiera imponerse sobre los otros. El respeto por el libre pensamiento, era básico.
La mayoría conocía perfectamente el lugar en el que se hallaba el verdadero tesoro de la escuela. Las estancias situadas en los profundos subterráneos, acogían la más impresionante biblioteca conocida, en la que se conservaban todos los textos, que, durante eones, habían sido escritos en las tierras de Kolbrig. Los papiros, eran entregados como copia del documento original, por sus propios autores, pues existía una oculta ley moral, que exigía que toda la información recogida, que afectara a la humanidad, fuera compartida y que en ningún momento nadie, se considerara propietario de nada. Siquiera del intelecto. Eso era algo no sólo fundamental, sino también vital para el enriquecimiento general.
Estas bases tan sagradas, que en su día dejaron escritas los fundadores de la escuela, los sabios que formaban el Gran Consejo de Ancianos, no podían ser abolidas jamás. Aquel que osara ocultar la verdad, sería ministro de la individualidad, símbolo de la separatividad.
El aura de Heneas fluyó por el ágora, dando la sensación de que abarcaba con un abrazo de acogimiento a todos los presentes, sintiéndose éstos conmovidos. Aquel inicio de día, era para ellos una maravilla que los motivaba a continuar por la vida en aquel ejercicio de autoconocimiento y autoconciencia, sin olvidar jamás quienes eran como esencia latente y radiante.
La joven mujer, paró fija su mirada en los hermanos de apariencia gemelar, solicitándoles sus nombres y declarando como sus enlaces biológicos estaban enlazados en diversos planos de conciencia. Este conocimiento era importante saberlo para poder comprender mucho de lo que los propios sentimientos y vida inconsciente nos puede llegar a provocar.
Fue Tajut la primera en advertir que de la mano y cercanía de su hermano se había identificado en diversas realidades equidistante. Siempre que coincidía con él, sentía un alivio enorme como consecuencia de una vida en la que se alejaron y perdieron lo suficiente como para buscarse hasta encontrarse.
Heneas, compartió los motivos de esas reacciones entre energías paralelas como la que ellos tenían, dándose cuenta de que lo más importante por vivir, estaba por venir. Fue en ese punto en el que se vio obligada a silenciar lo que hubiera compartido sino hubiera detectado ese episodio inminente que ambos alumnos iban a vivir. La intención era, por supuesto, no condicionar nada de lo que pudiera ocurrir. Lo que estaba por suceder era una elección inconsciente de ambos y para ambos.
Tajut y Dyury sintieron una leve inquietud. Se miraron, se sonrieron y sin más, asintieron.
Tajut se erguía cansada de recoger tubérculos que iba acumulando en una gran cesta de mimbre, lista para portar hasta el mercado de la céntrica plaza del pueblo, situado a una distancia considerable de los campos de cultivo en los que trabajaba.
Fue Meryet quién le concedió las seis monedas que consideró era el valor de aquella mercancía. Sin poner ninguna pega, la joven las aceptó, guardándoselas a buen recaudo, no sin advertir que poco podía hacer con aquella escasa ganancia del día.
Al regresar por el camino de vuelta al campo, escuchó sollozos entrecortados, parecían proceder de algún niño que se había ocultado para llorar tranquilo, pues, aunque se le podía escuchar, no se le podía ver. Se desvió del camino con la idea de localizarlo y ver si podía hacer algo por él.
—¡Hola! ¿Necesitas ayuda? —tal y como preguntó, el llanto se interrumpió, dejando al silencio revelar el lugar en el que el niño se ocultaba, cuando sorprendido, se movió de donde estaba.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —se escuchó, sin dejarse ver y con un notable enfado por la interrupción de ese espacio íntimo consigo mismo.
—Disculpa, no quería importunarte. Lo lamento. No era mi intención molestarte. Ya me voy —informó para tranquilizarlo, sintiendo que era cierto que había invadido su espacio privado.
—¡Espera! No te vayas.
Tras una zona de espeso ramaje, apareció un niño de unos doce años, de tez morena, ojos negros velados por las lágrimas, pelo rizado y abundante, y unas piernas tan largas y esbeltas que superaba en estatura a Tajut, aparentando tener mucha más edad de la que se le intuía.
Tajut se detuvo buscando la mirada sincera del crío, cuyo llanto se había quedado ahogado, para dejar paso al diálogo entre los dos desconocidos.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó con naturalidad.
—¿Dónde vives?
—En ninguna parte.
—Eso no puede ser. ¿Dónde está tu padre? ¿Tu madre?
—No lo sé.
—A ver… —dijo con extremo cariño, sujetándole de la mano—. ¿Dónde has dormido esta noche?
—En la cabaña del bosque.
—Volvamos a la cabaña. Te acompaño. Te estarán buscando, no puedes quedarte aquí, ni venir conmigo. ¡Vamos! —dijo en tono de orden.
—No —gritó, soltándose de la mano bruscamente.
—¿Qué ocurre? Dime la verdad, sino no te puedo ayudar.
—Está muerta. Creo que mi abuela ha muerto. Hace seis días que tenía que haber regresado a la cabaña. Marchó para conseguir unas ganancias que un noble nos debía desde hacía mucho tiempo. Las necesitábamos para vivir. No estaba dispuesta a concederle más tiempo. Me comunicó su decisión y que en tres días estaría de vuelta con lo que nos correspondía por el trabajo realizado. Me he quedado solo, sin nada ni nadie. No sé qué puedo hacer.
Se escucharon los profundos suspiros de Tajut, provocados por los innumerables pensamientos que se cruzaban por su mente agitada por las emociones y la empatía que le trasladaba el niño.
—Entonces… ¿Puedo ir contigo? —insistió, como si conociera a la joven de toda la vida y sintiera total confianza.
Después de un largo silencio reflexivo, Tajut asintió con palpable inseguridad.
—¡Vamos! —dijo, volviéndole a dar la mano, para regresar por el camino que atravesaba el campo de cultivo y conducía a su vivienda.
No hubo más conversación, ni preguntas, ni dilemas, solamente la certeza de que aquel encuentro estaba destinado a suceder.
Alcanzaron el campo, lo atravesaron hasta llegar a una de las casas más alejadas del centro del pueblo, colindante con otras tantas, cuyo conjunto formaba una pequeña comunidad. Le cedió un espacio en la casa para instalarse y sin más, continuó con su labor de aquel día, sin perder un instante en querer controlar lo que iba a ocurrir por haber auxiliado a aquel perdido muchacho. No importaba lo que el futuro les deparara, ella confiaba plenamente.
Habían pasado siete años desde que Tajut y el joven Dyury convivieran. Se habían adaptado el uno al otro, plenamente, eran inseparables, se sentían hermanos, sin serlo. El uno cuidaba del otro y creciendo juntos, aprendieron a conocerse mejor.
Hacía tan sólo unos días que habían conseguido trabajo en la casa de un escriba próximo a la nobleza de una urbe lejana de sus tierras, necesitada de mano de obra. El padre de familia de nombre Hapu, era el gestor de numerosos nobles de la zona, mientras su mujer Grippah, era la tejedora de esos nobles. El trabajo de ambos, había crecido tanto, que precisaron ayuda. Fue un día en el que Tajut se encontraba vendiendo su mercancía en el mercado central de aquella gran urbe, cuando escuchó una conversación entre dos mujeres tenderas que comentaban en forma de crítica adornada de admiración, como la señora Grippah había conseguido los mejores hilos, procedentes de las tierras del oeste de Greppos, con los que tejía espectaculares vestidos que dejaban sin palabras a las cortesanas, y de cómo ese inesperado éxito, la había llevado a necesitar mujeres que aprendieran el oficio de tejer.
Sin pensárselo Tajut había interrumpido la conversación para informarse donde localizar a la señora en cuestión.
—Disculpen, soy tejedora, he escuchado lo que decían, puedo ayudar a la señora Grippah. Mi madre me enseñó el oficio, aunque nunca seguí sus pasos. Quizás esta es mi oportunidad.
Las dos mujeres la observaron, a la espera de que la desconocida dejara de hablar de aquella forma tan atropellada e inquieta. Finalmente, la más baja de estatura, de rostro bondadoso, intervino.
—Si quieres hablar con Grippah tendrás que acercarte al barrio de los manufacturados y buscar la casa verde con una hermosa higuera en la entrada.
La tendera más alta y encorvada, con cara de pocos amigos, se interpuso rauda, deteniendo la generosidad de su compañera:
—Grippah es muy exigente, si estás mintiendo sólo por conseguir un trabajo o si tienes malas intenciones, podrías acabar en el zulo de los foráneos.
—¿Eso qué es? —preguntó, asustada.
—Se trata de un habitáculo oscuro y húmedo donde los visitantes que llegan a nuestras tierras a perturbarnos, son encerrados.
—No estoy mintiendo, soy tejedora. Seguro que tengo mucho que aprender, pero les aseguro que sé tejer. Seré franca con la señora Grippah, pueden confiar en mí.
—Te deseo buenaventura en tu propósito, veo que eres una chica sincera, seguro que tu madre estará orgullosa —la alentó, la tendera bondadosa.
De este modo, Tajut había podido conocer la necesidad de Grippah y después de haber sido validadas sus habilidades como tejedora, había entrado a formar parte del equipo de la tejedora, compartiendo taller con tres mujeres más.
Dyury, por su parte, había sido acogido también, en su caso, para atender las necesidades de mantenimiento que tenía la casa y el taller.
Fue un día que Hapu le solicitó que atendiera a un visitante de la nobleza, mientras él acababa con otro que estaba despachando, cuando cambió su suerte.
Fue el propio noble, quien felicitó a Hapu por el nuevo ayudante, advirtiendo que le había sido de gran utilidad. Este gesto hizo que Hapu, comenzara a delegar gestiones en el joven, convirtiéndolo en su mano derecha y facilitando que el gestor pudiera trasladarse a los domicilios de sus clientes, con la tranquilidad de que los quehaceres de la oficina quedaban cubiertos por Dyury.
En una realidad paralela…
Regresaba Tajut por el camino de vuelta al campo, cuando escuchó sollozos entrecortados, parecían proceder de algún niño que se había ocultado para llorar tranquilo, pues, aunque se le podía escuchar, no se le podía ver. Se desvió del camino con la idea de localizarlo y ver si podía hacer algo por él.
—¡Hola! ¿Necesitas ayuda? —tal y como preguntó, el llanto se interrumpió, dejando al silencio revelar el lugar en el que el niño se ocultaba, cuando sorprendido, se movió de donde estaba.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —se escuchó, sin dejarse ver y con un notable enfado por la interrupción de ese espacio íntimo consigo mismo.
—Disculpa, no quería importunarte. Lo lamento. No era mi intención molestarte. Ya me voy —informó para tranquilizarlo, sintiendo que era cierto que había invadido su espacio privado.
—¡Espera! No te vayas.
Tras una zona de espeso ramaje, apareció un niño de unos doce años, de tez morena, ojos negros velados por las lágrimas, pelo rizado y abundante, y unas piernas tan largas y esbeltas que superaba en estatura a Tajut, aparentando tener mucha más edad de la que se le intuía.
Tajut se detuvo buscando la mirada sincera del crío, cuyo llanto se había quedado ahogado, para dejar paso al diálogo entre los dos desconocidos.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó con naturalidad— mis padres me han echado de casa, no tengo donde ir —mintió, con la idea de sensibilizar a la chica.
—¿Dónde vives?
—En ninguna parte. Mis padres me han echado, ya te lo he dicho —reiteró con tono de enfado.
—Eso no puede ser. ¿Dónde están? Hablo con ellos.
—No. No quiero volver, prefiero irme contigo —dijo con actitud autoritaria, como si la desconocida estuviera obligada a acogerlo.
—Eso no puede ser, lo siento —se comenzó a alejar de él Tajut, en actitud de desconfianza por la conducta del desconocido.
—No puedes dejarme aquí solo. Te arrepentirás toda la vida, si llega a tus oídos que un crío ha muerto en estos parajes porque nadie lo creyó, no podrás dormir tranquila nunca más. No tengo adonde ir ni con quien, no puedes dejarme aquí.
—No pienso colaborar con tu huida. Si quieres te acompaño a tu casa —le propuso, dejándole claro que no iba a cumplir con sus órdenes.
—No —gritó al tiempo que huyó del lugar con brusquedad producto de la rabia de no haberse salido con la suya.
Tajut regresó al camino y apartó de su mente aquella anécdota que acababa de vivir. Ni siquiera supo el nombre del muchacho enrabietado y exigente, que le había mentido claramente.
A Dyury se le hizo noche oscura dando tumbos por el bosque, maldiciendo a Tajut, deseándole hasta la muerte por no habérselo llevado con ella. No era cierto que sus padres lo hubieran echado de casa, pero si era cierto que estaba solo.
No sabía porqué había mentido a la chica, el dolor por la tragedia de la que había sido testigo, lo había trastornado notablemente.
Siete años después, aún como un deambulante solitario que sobrevivía de la caridad de los ciudadanos más compasivos y de hacer alguna que otra chapuza, el mismo día en el que acababa de ser liberado del zulo de los foráneos, donde había permanecido varias lunas, se detuvo ante una enorme higuera llena de frutos a punto para comer, situada en la entrada de una casa de color verde. Miró a su alrededor y viendo que nadie lo estaba observando comenzó a coger higos, engulléndolos al mismo tiempo. Un grito a sus espaldas lo dejó helado.
—Quieto. No puedes comerte el fruto sin pedir permiso. Fuera de aquí o aviso para que te metan en el zulo.
Con la boca llena de meloso higo se giró en redondo al parecerle una voz familiar.
—¿Nos conocemos? —preguntó, observando a la chica detenidamente, buscando en su mente porque le parecía reconocerla.
—No tengo el placer, no acostumbro a rodearme de delincuentes como tú, seguro que no nos conocemos.
—Yo creo que sí. Tienes razón. Te debo una disculpa. He cogido higos para comer, estoy famélico, no debería haberlo hecho, pero el hambre me ha podido.
—Ven. Te daré algo más sólido, esos higos no son suficientes para un hombre de tu envergadura —se compadeció, advirtiendo que el chico era sincero.
—Te lo agradezco.
Grippah y Hapu se sentían orgullosos de cómo sus respectivos trabajos crecían y de cómo sus ayudantes aprendían, tomaban decisiones y contribuían al enriquecimiento familiar. Aquel joven recién llegado, por el que nadie hubiera arriesgado un ápice por él, se había convertido en un notable gestor de gran prestigio en la comarca y principal promotor de los ropajes, tanto femeninos como masculinos que se fabricaban en el taller de Grippah.
Sentado el matrimonio ante el fuego de una lumbre parpadeante que los aliviaba de la humedad de aquel invierno, Grippah quiso rememorar algo que hacía mucho que no hablaba con su esposo.
—Sabes… casi todos los días sigo acordándome de él. Me imagino como sería su aspecto de haber sobrevivido, a qué se dedicaría, me pregunto si nos hubiera dado nietos —las palabras se habían pronunciado entre profundos suspiros de remembranza y tristeza.
Hapu, sujetó con fuerza la mano de su esposa, el dolor por la pérdida de aquel hijo, había sido el gran trauma de sus vidas, que por muy exitosas que actualmente fueran, jamás serían plenas, faltaba él. El niño que nunca fue localizado tras el incendio de la casa en la que vivían.
Nunca se encontró el cuerpo, muy probablemente extinto entre las cenizas de la casa afectada.
—Yo escapé de un incendio —se escuchó decir muy serio a Dyury, interrumpiendo al matrimonio.
—¿Cómo dices?
—Tengo bagos recuerdos, la casa comenzó a arder, caían techos y paredes, me agazapé, y culebreando a ras de suelo, conseguí salir al exterior. Algo cayó sobre mí que me dejó inconsciente. Lo siguiente que recuerdo fue despertarme en un camastro de una cabaña en el bosque. Una anciana oraba y cantaba a mi lado. Me daba miedo, pero ella me cuidaba. Pasé algunos años con ella. Un buen día desapareció, antes de marchar me había dicho que en seis días regresaría, pero no fue así, nunca volvió. Me había quedado solo en la cabaña, no sabía qué hacer, me sentí desamparado, perdido, no podía parar de llorar.
—Entonces te escuché, me acerqué a ti, fue el día que nos conocimos —intervino Tajut.
—Si, tu voz quedó grabada en mi ser.
Grippah, se acercó a Dyury para interrogarle.
—La casa que se quemó ¿la recuerdas?
—Apenas, pero sé que estaba en un pequeño valle, cuya parte trasera colindaba con el puente que cruza el Erminon, el río de la zona de Trácicca.
—¡Hijo, eres tú!
©Joanna Escuder

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