El Herrero, Tiamat y la Espada del Adalid, 1ª parte

Alguien observaba como aquel renacuajo carecía de habilidades profesionales para terminar la herramienta que se había empeñado en hacer. Quizás era, porque a su corta edad, no era fácil manejar una pieza de diseño como aquella, y tener la fuerza suficiente como para golpearla hasta darle la forma deseada y después pulirla para que se pudiera utilizar. Pese a que se trataba de un trabajo arriesgado y agotador, al padre no le quedaba más remedio que formar a su hijo. Tenía que intentar que se sintiera atraído por la elaboración de útiles, la intención era que fueran muchos los que se interesaran por aquella herramienta tan poco usual en el mundo en el que vivían. La idea era que se pudieran intercambiar con los habitantes de otros poblados, con los que pudieran hacer un trueque. Siempre había cosas que se necesitaban en el asentamiento. Aquella cualidad que tanto preocupaba a su padre, era una carencia general.

El invierno había provocado que el asentamiento tuviera que ser trasladado desde el valle en el que se habían instalado por largo tiempo y donde se sentían cómodos y bien adaptados, hasta una zona alejada, más elevada del cauce del caudaloso río, que cruzaba de parte a parte las tierras de Canaan. El desplazamiento había provocado que tuvieran que caminar todos los días, hasta la mina en la que extraían el hierro con el que forjaba sus más valiosas piezas. El río, en pocos meses, había duplicado inexplicablemente su caudal, el riesgo de ser engullidos por la corriente era muy elevado. Las pérdidas que habían registrado en la inundación, eran tan importantes que no iban a correr más riesgos innecesarios.

En una zona cercana a su casa, Nasik había instalado su herrería. El herrero, dotaba a toda la población de todos los útiles e instrumentos que necesitaban, así como armas, pero su mejor producción era la de una perfecta espada. La Espada del Adalid, le llamaban, una espada con unas connotaciones muy especiales, solamente era herrada para ser empuñada por una noble causa, si la espada era empuñada para la muerte, el usuario moría junto a su adversario. Nasik, había diseñado un dispositivo que, al ser empuñada el arma en favor de una ambición de falso poder, por el otro extremo, el del mango, se derramaba veneno de la serpiente emperatriz, que al contacto con la piel provocaba la muerte. Ningún dueño de la Espada del Adalid conocía el secreto del dispositivo que liberaba el veneno más mortal que se conocía hasta el momento. No existía forma de engañar al herrero y a su invento.

—Sólo el verdadero caballero, el Adalid, sabe cómo usarla — escuchaba como su padre decía a menuda esta frase.

Su hijo, nacido de su desaparecida pareja, nada sabía del misterio que escondía la espada, cada día intentaba imitarlo con gran esfuerzo, a lo que el padre contribuía facilitándole toda clase de trucos e indicaciones, que el niño a su ritmo iba aprendiendo.

Darubi, lo haces muy bien, se nota que tu papá te ha enseñado y que tú eres un buen aprendiz de herrero – le hizo saber Anazi, la joven hija de Bateki, el amigo de su padre.

—Gracias, es muy difícil, se tiene que ser un hombre fuerte para golpear con saña el metal y conseguir darle la forma deseada.

—Si, lo sé — sonrió Anazi al pequeñajo que ya quería ser un hombre, sin haber sido siquiera un adolescente.

¿Sabes una cosa…? Si no sabes hacer herramientas, no sirves para nada. Si no tienes un buen martillo, no puedes modelar. Si no tienes un buen cuchillo, no puedes cortar en pedazos un bisonte, ni un ternero, ni siquiera un polluelo, lo tienes que morder. Si no tienes la mejor espada, la Espada del Adalid, no puedes ser respetado. Mi padre siempre dice: Sólo el verdadero caballero, el Adalid, sabe cómo usarla.

Él es quien me ha enseñado como una herramienta es una extensión de nuestro cuerpo… ¿Lo sabías…?

—No, no tenía ni idea. ¿Cómo puede ser eso…?

—Pues muy fácil. Él se fija mucho en nuestras posibilidades como mecanismos en movimiento. Nuestras piernas son una herramienta de avance para el resto del cuerpo, sin ellas no podemos caminar.

—¿Y qué más herramientas tiene nuestro cuerpo…? — siguió interrogando Anazi al futuro inventor.

—Pues muchas, verás, nuestros dientes son como una fuerte cortadora y un pequeño molino, sajan y trinchan hasta hacer polvo la carne. Nuestros brazos son como dos ejes con su pala en el extremo, sujetan con fuerza, aguantan, agarran, sueltan, dejan, son las extremidades que se relacionan con el verbo hacer, hacen y hacen y hacen… Nuestros dedos tiene una gran habilidad, amasan, indican, aprietan, arañan – le hizo saber Darubi a su amiga que no tenía idea de todo aquello — somos una herramienta perfecta — sentenció.

—Sí que sabes cosas… Nunca lo había visto así.

—Algunas cosas me las enseña mi padre y otras las aprendo yo. Me gusta fijarme mucho en todo e idear en mi cabeza piezas, engranajes, soluciones, para construir objetos en movimiento, como si fueran personas, pero sin serlo. Me entreno con útiles caseros, para poco a poco ir haciendo cosas más complejas. ¡Mira! ¿Te gusta? — preguntó con cara de orgullo, levantando la pieza que estaba puliendo — algún día yo también construiré la Espada del Adalid, es el gran instrumento del buen herrero — acabó diciendo Darubi, haciéndose el interesante ante Anazi.

—¡Hola chicos! — se escuchó de repente.

—Hola padre, mira qué copa más bonita me está quedando — le comentó muy contento por poder compartir con su padre, su mayor afición.

—Déjeme ver… — el padre sujetó la pieza en proyecto de convertirse en una copa que pudiera ser usada y observándola con detenimiento, le hizo un par de observaciones al aprendiz – fíjate que el canto no está bien pulido, aún hay rebaba, cuando alguien se la acerque a los labios, podría lastimarse. Más rodado el canto.

Pronto si sigues así podré enseñarte a ornamentarla — le hizo saber muy contento con sus avances.

Darubi es un futuro maestro, — comentó Anazi a Nasik — me ha estado hablando de la similitud entre las partes del cuerpo y las herramientas de trabajo, ha sido muy interesante. Ahora tengo que irme, mi madre quiere que le lleve unas ramas de ajenjo y unas hierbas de san juan para una pócima que tiene que preparar. La hija de nuestra vecina Helima está muy enferma, madre cree que una fórmula magistral de hierbas que conoce, podría aliviarla, le supuran todas las mucosas y parece que le duele mucho.

Nasik y Darubi se despidieron de la joven Anazi.

En la aldea todos sus habitantes estaban acostumbrados a que constantemente aparecieran enfermedades infecciosas, incluso epidemias, causa por las que morían numerosos niños. La enfermedad estaba tan integrada en la vida cotidiana, que la mayoría intentaba no asustarse ni asustar a sus vecinos, para no crear alarma y desatar una huida, cada vez que alguien enfermaba.

Nasik había sido un hijo abandonado por la enfermedad y muerte de sus padres, durante su infancia. La jovencísima Kashiba, lo había cogido en brazos en una huida general, tras que fueran más de ocho adultos los que amanecieron muertos una mañana. Un centenar de habitantes, atrapados por el pánico, y guiados por un tal Preymak, a quien nombraron el jefe, abandonaron con lo puesto sus casas, muertos de pánico por no querer enfrentarse a un posible contagio, dejando tras de sí a sus propias familias, vecinos y amigos, sin más interés que el de librarse de una posible muerte por infección.

Kashiba, sabía que los padres de Nasik estaban entre las ocho personas fallecidas aquella mañana, sin pensárselo, entro en la tienda de los fallecidos, encontró a Nasik llorando desconsolado y se lo llevó con ella y su familia. Los padres de Kashiba, se encontraban entre los huidizos, nada les importó más que salvarse ellos.

Kashiba maduró viendo y colaborando en el crecimiento de Nasik, a quien consideraba un hermano. Se amaban desde una alianza profunda de alma. Así cuando Kashiba fue dándose cuenta de lo absurdo de la huida, supo que su única ilusión era que su hermano Nasik no se contagiara, no de ninguna enfermedad mortal, sino de la estupidez de quienes no se enfrentan a la enfermedad, huyen y son capaces de abandonar, antes que hacer lo que tienen que hacer, sólo por pura cobardía.

Kashiba, hizo un buen trabajo, creció junto a su hermano con la seguridad de que él había comprendido su propósito.

Un buen día Nasik le confesó a Kashiba que ya sabía cuál era el problema de los habitantes de aquellas tierras de Canaan.

—¿Cuál crees que es, hermano…?

—Es la fe. No hay confianza en la vida. No hay confianza en que lo que ocurre nos enseña algo. He crecido sabiendo que todo lo que me ocurrió desde pequeño era para aprender a dotarme de fe. A partir de hoy, he tomado una decisión. Me convertiré en el observador del mundo en el que vivo y perseveraré para sostener indemne el mensaje que lleva consigo La Espada del Adalid. No forjaré ninguna espada que no esté diseñada con mis propios elementos, esos que solamente yo conozco, ni por todo el oro del universo. Confiaré en que esta poderosa arma es la única que empuñará las nobles causas y a mi muerte, será mi hijo quien heredará todo lo que sé. Jamás alimentaré a los que provoquen pánico y cieguen a sus propios aliados, convirtiéndoles en incapacitados. A ningún hombre ni mujer que avale y participe en el juego del terror, de la esclavitud y de la manipulación — acabó diciendo como si desde aquel momento su vida se basara en cumplir aquella premisa.

Kashiba, su hermana, sonreía. Se sentía dichosa de que por vez primera existiera un hombre que comprendiera que existía una ley que se le escapaba a los ojos dormidos.

Su hijo Darubi, estaba siendo un importante aprendiz de herrero. Él también había comprendido donde se encontraba el verdadero don, por ello en breve podría incorporarse a la singladura templaria. La estirpe de herreros de espadas, que él mismo iba a crear, para dar solución a los pueblos que se encontraban en circunstancias peligrosas, ya fuera por enfermedad o bien por sometimiento y esclavitud de quienes los querían utilizar para apoderarse de su voluntad.

Un buen día, sin nadie esperárselo, muchos fueron los testigos que observaron como un grupo de cuatro hombres se acercaban al poblado, montados a caballo y con intenciones que a simple vista parecían nobles. Uno de los guardianes del asentamiento, emitió la contraseña que todos los habitantes conocían y que advertía que unos desconocidos estaban llegando a su territorio. Cuando el cuerno del guardián dio la última nota, para entonces la mayoría ya estaba en alerta, habiendo abandonado lo que hacía para prestar atención a lo que podía suceder a continuación.

Preymak, el jefe del poblado, fue el primero en dirigirse a los extraños, invitándoles a dejar sus caballos y a reunirse con él, en una de las cabañas preparada para recibir a recién llegados.

Un tal Ömusen, quien dijo ser el portavoz, aceptó la invitación. Los cuatro jinetes dejaron el caballo atado a un precioso roble y acompañaron a Preymak. Al paso de los hombres ante algunos de los habitantes, éstos iban saludándoles mostrándoles ser bienvenidos a Canaan, siempre y cuando con ellos trajeran intenciones de paz.

Ömusen, se presentó como el mayor y más osado de los líderes de su territorio, dijo ser el que habla, propone, decide, impone y ejerce de gobernante, con estrategia, técnica y mucha experiencia para que el pueblo lo elija. Tras dejar claro que de los cuatro era él quien mandaba, pasó a presentar a sus camaradas. Primero señaló al viejo Raidom, de quien explicó que se encargaba de todo lo concerniente a las creencias espirituales, divinas y morales, era él quien tenía comunicación directa con las divinidades y conocía todo tipo de rituales para llevar a un pueblo a un estado más cercano a todo lo desconocido. Raidom sonrió y agachó su cabeza como gesto de respeto y humildad ante Preymak, quien también le saludó. Ömusen pasó a presentar al astuto Tomylis, un joven de aspecto inmaduro, aciago de ansias de poder, todo el tiempo se frotó las manos, delatando sus ganas por hacerse con toda novedad que lo pudiera enriquecer, Ömusen, explicó que Tomylis era el gran mercader, era el que más sabia como enriquecerse y empobrecer, era quien compraba robando, para su propio bien y quien sabía cómo crear la necesidad en los demás. Era un gran jinete, concluyó Ömusen, refiriéndose al más joven. Por último, el líder de los jinetes presentó al implacable Aprium, así le denominaban, ya que era implacable en sus sentencias, pues era quien juzgaba lo que estaba bien o mal y determinaba cual iba a ser el castigo. Nadie osaba contradecir una decisión de Aprium, pues se jugaba ser juzgado por irreverencia al Padre de los Justos como Aprium hacía llamarse.

Según se sucedió la conversación, Preymak iba relajándose y atendiendo de forma acogedora a los cuatro jinetes, parecían de buen hacer, de buen fiar y de buen tratar. Ante él tenía a cuatro claros poderes facticos que mucho iban a poder aportar a aquella villa todavía por ordenar.

La reunión se animó pues el jefe Preymak solicitó a su segundo que les trajera los mejores vinos y manjares para celebrar la llegada de los cuatro jinetes. Las risas, el vocerío de las anécdotas que allí se explicaron mientras transcurría el día, fueron objeto de extrañas miradas de todos los habitantes de aquel poblado, mientras el herrero se mantenía ajeno a lo que estaba sucediendo, centrado en su trabajo, en su taller y en sus encargos, golpeaba el hierro, fraguando las armas que el propio Preymak le había encargado.

Al amanecer el siguiente día, todos en el poblado escucharon la llamada del jefe. Los habitantes salieron alarmados de sus respectivas viviendas y acudieron a la plaza del centro, donde habían sido convocados. Cuando Preymak calculó que ya estaban todos, hizo salir uno a uno a los recién llegados. Los presentó y acto seguido dijo:

—Desde hoy mismo, nuestro pueblo tomará el nombre de Metzada

Anazi, se sentía protectora de todos los niños que a edad temprana se veían obligados a formarse en alguna de las profesiones emergentes, para garantizarle al poblado de Metzada su supervivencia. Era evidente que esta tradición que acababa de instaurar Preymak a instancias de Tomylis, tenía una directriz muy clara, que no era otra que la de enriquecerse con la fabricación y con las mercancías que Metzada había comenzado a generar, gracias a tanta dedicación al trabajo. Para ello se estaba sacrificando la vida de aquellos niños, que abandonaban su edad y se convertían en pequeños adultos con obligaciones diarias. Anazi, observaba la situación con cierto reparo y muy disgustada por los cambios que estaban ocurriendo, desde que llegaran a Metzada los cuatro jinetes.

Para colmo de la estupidez, hacía pocos días que los habitantes habían presenciado algo horrendo para su concepto de crecimiento ante los sucesos de la vida. Una disputa entre dos familias, había concluido ante una novedosa mesa de juicio que se había inventado el jinete Aprium, quien, en un contexto desconocido, se había inventado unas normas a las que llamaba la Ley de Metzada, que todos tenían que acatar sin capacidad de objeción. Dio grandes argumentos, sobre los motivos de aquella nueva forma de resolver conflictos. Anazi, con el llanto a flor de piel, lamentaba que las tradiciones de sus ancestros se estuvieran perdiendo en beneficio de aquellos jinetes, que aún no entendía como habían sido acogidos con tanto interés y se les había entregado tanto poder.

Con el anciano jinete Raidom, estaba ocurriendo lo mismo. Desde que había llegado, se había inventado una serie de preceptos a los que llamó Mandamientos Morales de los Hombres Humildes, que se dedicaba a predicar todos los días a la misma hora en foros a los que toda la población estaba obligada a asistir. Se tenía que dejar todo y acudir a su discurso, donde se enzarzaba en explicar anécdotas que siempre eran resueltas por los Hombres Justos, aquellos que se redimían ante los Mandamientos Morales de los Hombres Humildes.

Anazi, juntos a sus amigas y a sus parientes femeninas, así como a sus vecinas y sobre todo junto a la más anciana de todas, la Abuela Esperanza, se habían reunido en lo que ellas denominaban la Casa de Tiamat, un espacio femenino en el que las mujeres tenían la costumbre de acudir a comentar con sus congéneres episodios familiares y del hogar, con el fin de que entre todas dieran con una solución. Las féminas que menstruaban durante las reuniones, eran quienes disponían de mensajes de fertilidad. Se trataban de mensajes que toda mujer en fase menstrual, podía captar para proporcionar fertilidad a un suceso que estaba dificultando la dinámica pacífica de una familia, cuyo miembro estaba exponiendo su preocupación o bien su disgusto, confusión, etc…

Kashiba, como mujer madura y segura de Metzada, instruida en los beneficios sanadores de la familia, abrió el baúl que contenía la figura de piedra más antigua conocida y que había llegado al seno de Metzada, de generación en generación. La figura en concreto representaba a la hermosa diosa Tiamat. Simbolizada como la serpiente emperatriz, quien conocía que la más justa ley, moralidad, riqueza y poder, no surgía de los hombres, sino de un lugar muy entrañable al que muy pocos conseguían llegar.

Kashiba, desenvolvió a Tiamat y sin más preámbulos la colocó sobre la piedra de alabastro que en forma de pedestal acogía a la diosa para que todos la pudieran contemplar. Todas las presentes a un tiempo dijeron:

—Parein, astadi, mekbasaradi — un saludo que significaba, bienvenida, amada, recién llegada. A lo que la Abuela Esperanza, contestaba:

—Pireik, ñami sein — es decir, complétanos con tu ser.

Era entonces cuando se producía un gran silencio. Ninguna decía palabra, con los ojos cerrados, se concentraban en sentir como Tiamat se conectaba con cada una de ellas, de corazón a corazón, como si entre todas formaran una conexión indisoluble que las mantendría unidas para siempre.

Lo que ocurría en la Casa de Tiamat, ningún hombre lo sabía, lo que sí sabían era que gracias a lo que las féminas hacían, jamás existían conflictos en las familias, ni tampoco entre vecinos, ni siquiera con extraños. La armonía había imperado en Metzada, hasta que llegaron los cuatro jinetes y trajeron consigo normas, reglas, y métodos, que habían comenzado a crear distancias entre quienes nunca las habían tenido.

Preymak desató con sus nuevas políticas, un estado de incipiente desconfianza, que aisló a muchos ciudadanos de sus intereses diarios y de sus relaciones con otros habitantes. Una mañana, empuñó la Espada del Adalid que el herrero Nasik diseñara para él y gritó:

Metzada está en mis manos, los jinetes me lo han mostrado. Soy el jefe y mi palabra, mi ley, mi verdad y mis posesiones, serán todo lo que ellos tendrán que respetar y garantizar. Así será. Y diciendo lo cual levantó la espada, apuntando al Cielo en señal de compromiso con lo divino de su voluntad.

Ömusen, quien parecía haber quedado en un segundo término, aunque todos sospechaban que era la voz que causaba los movimientos de Preymak, esperó paciente a que el jefe se debilitara para colocarse de abanderado de todas las nobles causas. Así aquel mismo día en el que Preimak había empuñado la Espada del Adalid, supo que sería su último día. Nadie sabía cómo había ocurrido, pero el jefe estaba delirando como si hubiera sido atacado por el veneno de la serpiente emperatriz, sin haber señal alguna de mordisco. Ömusen supo que le quedaba muy poco para partir de aquel cuerpo infectado de veneno. Esperó a que transcurriera la noche y se hiciera de madrugada, entonces apareció llamando a toda Metzada, tenía algo importante que comunicarles:

—Habitantes de Metzada — comenzó diciendo — tengo que comunicarles que vuestro jefe Preymak está al borde de la muerte. No sabemos que ha podido ocurrir. La Hechicera Mayor de la Casa de Tiamat lo está atendiendo. Se le están dando todos los cuidados necesarios para evitar su sufrimiento – entonces hizo una larga pausa, dejando que se desataran los murmullos de los presentes y cuando le pareció suficiente, continuó – me ha comunicado que a su muerte, Yo seré el gobernador – y volvió a crear un silencio de expectación, observando las reacciones de todos.

De repente, entre temerosos comentarios y silencios agotadores, se escuchó:

Ömusen, nuestro jefe, seas bienvenido, te guardaremos respeto, acataremos tu gobierno, nos convertiremos en los artífices de tu pueblo. Metzada está en tus manos — y sin pensárselo levantó ambas palmas en señal de entrega, esperando que el resto lo imitara, conformes con lo que acababa de decir.

Poco a poco, la población de Metzada iba alzando sus manos, como muestra de entrega al nuevo jefe, aunque muchos se miraban violentos, sabiendo que Preymak aún no estaba muerto y ya lo estaban sustituyendo.

Nadie advirtió que el herrero Nasik y su hijo Darubi cruzaban una mirada de complicidad, mientras simulaban entregarse al nuevo jefe.

Tras que Preymak muriera, la vida en Metzada se había convertido en todo un reto. Ömusen se había hecho con el gobierno, de modo que él decidía todo, sus únicos aliados eran sus tres amigos, Aprium, Tomylis y Raidom, a quienes les otorgó los cargos de Justicia, Economía e Iglesia, respectivamente, cargos que Ömusen se acababa de inventar y que según aclamaba eran la solución vital para aquel pueblo en el que no existía ningún poder definido.

Nasik, argumentando que estaba muy ocupado en la herrería, se había desentendido de lo que cada día se urdía entre las calles de la ciudad. Ciudad le llamaban a Metzada, debido a que Ömusen había invitado a cientos de mercaderes que llegaron desde todos los confines del planeta. Muchos de ellos, más de trescientos, se instalaron en aquellas tierras y se hicieron con los productos de la tierra, así como con la alfarería, y otros artículos que se desconocían fuera de aquella zona.

Para sorpresa de muchos, los productos eran sacados de Metzada para ser vendidos muy lejos. Al principio los habitantes no comprendían nada, pero cuando los mercaderes regresaban y les entregaban sus beneficios, ya fuera en forma de monedas, oro o víveres, se espabilaban en producir más para obtener más riqueza, aunque les supusiera abandonar otras tareas.

A través de las directrices que daba Tomylis, Metzada se había convertido en una población desconocida. Por otra parte, Darubi preguntaba a su padre, el motivo de que últimamente hubiera tantos conflictos y Aprium tuviera tanto trabajo enjuiciando y resolviendo juicios. Nasik no tenía explicación, prefería mantenerse como observador y no opinar sobre lo sucedido.

Raidom, a quienes todos le llamaban Padre, se había hecho con el mando de las creencias espirituales y de una forma progresiva pero contundente, había ido eliminando todas las tradiciones propias de Metzada. Hasta que llegaran los cuatro jinetes, los hombres y mujeres eran libres de pensamiento, no existían dogmas y cada uno a su modo se comunicaba con la divinidad que les estaba esperando para cuando abandonaran el cuerpo. Nadie obligaba a nadie a nada. Raidom, se había inventado unos mandamientos que le entregó dios y que escribió en unas tablas. Mandamientos que tenían connotaciones de obligación, que amenazaban a los incumplidores y tachaba de pecadores a quienes quedaban fuera de aquellos implacables roles.

Nasik cada día se enfadaba más con la manipulación que estaba desorientando a todos sus vecinos, que como marionetas estaban siendo conducidos a la verdad que los cuatro jinetes habían traído consigo. Su Espada del Adalid, ya había sido mal empuñada por Preymak y había dado su fruto. Su esperanza era que los jinetes le solicitaran la espada, pero para ello tendría que tener paciencia.

Mientras Metzada sucumbía a los poderes recién implantados, en la Casa de Tiamat continuaban sucediendo cosas que ningún hombre podía controlar. Los jinetes en ningún momento habían reparado en que las féminas tenían en aquella casa su lugar de conspiración, de este modo ellas, con la excusa del sangrado menstrual, se mantenían seguras y ocultas, atentas a todo lo que estaba ocurriendo en cada hogar.

Algunas explicaban cómo sus maridos ya no eran los mismos debido a toda la riqueza que deseaban acumular. Otras comentaban como sus padres, se habían vuelto muy estrictos, de forma que se pasaban el día condicionando lo que les convenía al resto de la familia, desde las nuevas leyes divinas. Hasta tal punto que tenían que cuidar mirarse con otros hombres que no fueran de su familia. Había quien comentaba lo doloroso que se había convertido ver como sus propios hijos ya no confiaban en sus vecinos y amigos, creando una serie de hábitos que los llevaba a prohibir todo aquello que, a criterio del Gran Juez, ya no era bueno para nadie. Así se habían perdido las relaciones. Nadie se fiaba de nadie. Todos temían a todos. Los unos creían que lo más ricos querían convertirlos en eternos pobres y los ricos que los pobres siempre se aprovecharían de sus riquezas. Los buenos se veían asediados por los malos y lo que estaba bien estaba enfrentado a lo que se consideraba que estaba mal. Así en este caos de infierno vivían los habitantes de Metzada.

Se hizo un silencio sepulcral, que sólo fue roto por la oración que levantó hasta el mismo cielo la Abuela Esperanza:

“Tiamat, a ti me dirijo, para explicarte que dormimos acongojados por los infinitos luceros hoy apagados, que en este tiempo negro nos ha dejado a todos en harapos. Empobrecidos y dormidos como nunca antes lo habíamos sido. Componemos odas con lamentos encontrados en las tumbas de nuestros corazones ahora cerrados.

Cuando a mis vecinos de siempre hoy me dirijo para decirles la verdad, entonces se hieren. Miento y me sonríen. Hago lo que siento y me juzgan. Hago lo que ellos quieren y me halagan. Pienso libremente y me condenan por rebelde. Pienso como ellos quieren y me premian. Me muestro cauto y me desprecian, me muestro soldado hasta la muerte y me abanderan.

Siento, que, en este caos de escombros y muerte, aún yace latente un corazón infinito, que en nombre de los que no nos hemos dormido, va a sostener de la mano la locura de los humanos.

Tiamat, diosa serpiente, diosa de la esperanza, de los vivos luceros con alma, ayúdanos a detener a los cuatro jinetes que se llevaron la luz de Metzada.

Como una sola voz interior, la Casa de Tiamat repitió la oración, todas estaban de acuerdo en que se tenía que sostener al gran corazón despierto, hasta que la sensatez regresara al pueblo. Orarían todos los días sin desfallecer, confiando en que sus congéneres un buen día recordarían Metzada como un lugar en la meseta de la montaña, donde todos vivían en armonía.

Fue el herrero Nasik, quien acudió en busca de Kashiba, había escuchado rumores de que Ömusen quería destruir La Casa de Tiamat. Nasik, le insistió a Kashiba para que las mujeres tomaran medidas. La Abuela Esperanza tenía que saberlo. Kashiba asintió. Lo intuía. Sabía que a los jinetes no les gustaría mantener vivas las tradiciones femeninas debido a que ellos no las podían controlar. Hablaría con todas en el siguiente círculo, para la incipiente luna nueva, entonces tendrían que decidir qué hacer.

Nasik evitó comunicarle a su preciosa Kashiba algo que era mejor que no conociera, de momento. Darubi, había sido infiltrado en el consejo de celebraciones que el letrado Aprium había ideado, como colofón y anuncio a una serie de nuevas “responsabilidades” que tendrían que cumplir a partir de ahora todos los habitantes de Metzada. En el consejo participaban, desde los más ancianos hasta los más jóvenes. Aprium, apelaba a que fuera el propio pueblo quien ideara como festejar aquel acontecimiento. Darubi, en complicidad absoluta con su padre, estaba estableciendo amistades con quienes se encontraban más cerca de los gobernantes, era el único modo de tener información de primera mano.

—¡Padre, padre…! — entró en la herrería como una exhalación Darubi — padre…

—Sssshh — le chistó Nasik colocando su dedo índice en la boca en señal de ser más precavido con el mensaje.

—Tengo que explicarle…

—Ahora no. Sé prudente. Si te comportas así te descubrirán. No pueden saber que estás espiando. ¿Lo entiendes…?

—Lo siento padre, es que es muy importante lo que tengo que decirle…

—Vamos a casa. Recojamos esto y con toda tranquilidad, cerramos el taller. Cuando lleguemos, hablamos. Respira y haz ver que todo está bien.

Llegaron a casa como lo hacían todos los días, aun así, Nasik estaba intranquilo, no tenía idea de qué era lo que Darubi había descubierto, pero tenía la intuición de que alguien les estaba vigilando a ellos. Decidió no entrar en su casa, hizo una señal a su hijo y le marcó que se desviaran por la calle de la izquierda. Darubi estuvo a punto de protestar, pero por suerte no lo hizo. Agazapado Nasik le pidió a su hijo que se separaran. Le indicó que fuera a casa de Kashiba y se quedara allí con ella hasta que él regresara a recogerlo. Era importante que le dijera a Kashiba lo que había descubierto. Darubi apretó a correr en dirección contraria. Sin detenerse para nada, como le había indicado si padre. Corría tan rápido que jamás podrían atraparlo. Nasik lo confirmó, como sospechaba alguien les había seguido. Tan pronto Darubi se hubo alejado, Nasik caminó con tranquilidad, alejándose de la zona poblada para dirigirse a la agreste pendiente que aislaba Metzada del resto de las poblaciones cercanas.

—¡Herrero! — se escuchó — no tienes escapatoria.

—Lo sé, por eso vine hasta aquí — se giró con parsimonia Nasik para contestar a su interlocutor.

—Tengo un encargo para ti — le dijo de forma conciliadora.

—Dime, ¿de qué se trata?

—Se trata de La Espada del Adalid, Ömusen, Aprium, Tomylis y Raidom, quieren una cada uno. Quieren que las hagas tú.

—¿Por qué yo? Ellos se están proveyendo de otros herreros ¿Por qué querrían que yo les hiciera una espada tan especial? No lo entiendo.

—La quieren antes de la celebración que Aprium ha preparado para comunicar nuevas ordenanzas. Ese día los cuatro jinetes serán investidos Caballeros de Metzada.

—¿Y si me niego? — retó al mensajero que tenía muy clara la respuesta.

—Para antes de la Celebración de Aprium. Puedes empezar a trabajar mañana mismo.

—No tengo el oro que necesito para cuatro espadas. Necesito más oro.

—Mañana te lo haré llegar.

Metzada se levantó al día siguiente con una ordenanza que obligaba a todos los habitantes a entregar el oro que tenían en sus casas para una buena causa. Cuando Nasik escuchó la noticia no se lo podía creer. El beneficio por el trabajo realizado por sus vecinos y amigos, se iba a tener que fundir para elaborar Las Espadas del Adalid de cuatro inoperantes jinetes, que de caballeros no tenían nada.

Aquella noche de luna nueva, el cielo ocultaba todo su dolor con un halo de neblina. Una a una, las mujeres se unieron de las manos creando un poderoso círculo. La Abuela Esperanza se había colocado en el centro, ante el fuego, con Tiamat entre sus manos. Habían decidido que pondrían a salvo a la diosa, antes de que cayera en manos de alguno de los jinetes o de sus secuaces.

La Abuela Esperanza envolvió a Tiamat en una preciosa ropa, bordada por ella misma, Anazi le acercó un bello baúl herrado por Nasik, expresamente para proteger a Tiamat. El baúl estaba preparado para soportar altas temperaturas, golpes, adversidades, incluso para hundirse en alta mar sin que la diosa quedara afectada por ello.

En el interior del baúl introdujeron un valiosísimo papiro que contenía información de interés para el futuro de la humanidad, que sólo sabría interpretar quien con ojos despiertos pudiera descifrar lo que allí se proponía. Se trataba de los planos y diseño de La Espada del Adalid, la única espada que podía ser diseñada por un herrero diestro. Nasik había intuido que en el futuro iba a ser necesaria la espada y que él podría garantizar que llegara a un nuevo herrero. Así que se dedicó día y noche a dejar los bocetos hechos que serían puestos a buen recaudo, junto a la diosa.

Cuando el baúl quedó cerrado, apareció de entre los arbustos una hechicera anciana, que había llegado expresamente para custodiarlo. Cada una de las mujeres del círculo lloraron, despidiéndose de Tiamat. Sólo ellas y su intención de mantener vivo el corazón divino de la diosa, lograrían que Tiamat caminara por el tiempo.

Así con la intención de que Tiamat fuera conocida en un futuro, idearon lo que dieron en llamar El Camino de Tiamat, un camino en el que ella te acogía en sus brazos, para garantizar que los estragos de aquellos cuatro jinetes, no supusieran la destrucción de nuestro mundo.

Viendo como la hechicera se alejaba con el baúl, elevaron sus cánticos y danzaron hasta que el amanecer las sorprendió. Nunca más supieron del baúl.

Nasik yacía en el suelo agonizando. La celebración había acabado manchada de sangre. El herrero se había negado a utilizar el oro de los habitantes de Metzada para hacer las espadas. Confeccionó cuatro sin la cantidad de oro requerida, pero eso no les resultó suficiente a ninguno de los jinetes. El verdugo clavo la espada en el corazón de Nasik mientras su hijo gritaba.

—¡Padre no se vaya, le necesito aquí! Padre por favor… — suplicaba llorando a mares sobre el cuerpo convulsionado de Nasik.

El Herrero buscó la mirada de su hijo y por primera vez le dijo:

—Tu madre se llama Hanna — dicho lo cual murió.

Anazi también había conseguido escuchar las últimas palabras de Nasik. Era cierto que la identidad de la madre de Darubi siempre se había mantenido en secreto. Era la primera vez que se conocía su nombre. Darubi gritaba, golpeaba, insultaba, maldecía y lloraba desconsoladamente.

Los habitantes de Metzada lo observaron extrañados, por tanto, histerismo, al fin y al cabo, el herrero estaba justamente muerto, había osado contradecir una orden de sus gobernantes. Ante aquello no había nada que decir. Así poco a poco, cada ciudadano regresó a su casa, dejando el cuerpo de Nasik abandonado, así como a su hijo desconsolado, sin ningún tipo de compasión. Sólo Anazi, Kashiba, Helima y algunas otras mujeres, se acercaron al fallecido para limpiarlo y enterrarlo como merecía, mientras la Abuela Esperanza oraba:

Parein, astadi, mekbasaradi — bienvenida, amada, recién llegada.

Pireik, ñamisein — complétanos con tu ser.

Darim, etnarkalam — acoge a tu hijo en tu seno.

Beranim, debonarestivekar — él hoy regresa contigo.

Desde aquel día y en lo sucesivo, Darubi se convirtió en un hijo desolado y triste, un aprendiz de herrero que ahora era un vagabundo. El taller del herrero se cerró para siempre.

Darubi sólo se permitía hablar con Anazi, quien lo animaba a recuperar su fe.

—Recuerda a tu padre como un gran hombre, fiel a sus principios, que prefirió morir antes que someterse a los cuatro jinetes. Recuerda cómo te enseñó las herramientas que pueden hallarse si miramos nuestro cuerpo. Recuérdale como lo que era.

—Lo sé, pero no puedo comprender su muerte. Tengo que irme de Metzada. Este ya no es mi pueblo.

Al día siguiente, ni Anazi ni nadie dieron con el paradero de Darubi. Nadie supo hacia donde se había dirigido.

Trece lunas más tarde de aquella luna nueva en la que la hechicera se había llevado el baúl, La Casa de Tiamat fue destruida para siempre. A partir de aquel día, ninguna mujer podría volver a salir de sus casas de noche. Ni podría atravesar el bosque sin la compañía de un hombre. Quedaba totalmente prohibido por la Ley de Raidom, quién esgrimió el peligro que suponía dejar que una mujer pudiera hablar con la luna y ser respondida por ésta.

Darubi tras la muerte de su padre, había vagabundeado solo por los solitarios caminos que conducían a otras poblaciones de Canaan. No tenía idea de qué rumbo cogería, ni tampoco de donde se decidiría instalar para comenzar una vida lejos de Metzada. El dolor de su corazón ocupaba tanto espacio que no imaginó que el tiempo y la comprensión iban a ayudarle a curarlo. La fe estaba a lenguas de él. No sentía que hubiera nada en el mundo que lograra acabar con aquella perpetua herida, sobre todo impregnada de odio. A su padre le habían arrebatado la vida, injustamente. Sus deseos de venganza afloraban noche y día. Incluso había días que soñaba como, tras elaborar una copia de La Espada del Adalid, él mismo la empuñaba y con sus propias manos y toda su osadía, se dirigiría de nuevo a Metzada y uno a uno acababa para siempre con cada uno de los jinetes, a muerte. Era entonces cuando una voz interior le recordaba que aquella espada no estaba diseñada para dar muerte, sino todo lo contrario, y que sólo el verdadero caballero, el Adalid, sabía cómo usarla.

Aquella frase tan misteriosa que le repitiera muchas veces su padre, había quedado en su subconsciente como un mantra que podría ser la clave para liberar su sufrimiento.

Quizás si él la descifraba, descifraría cada episodio de vida que había vivido y en esa capacidad de comprensión, podría sentirse un hombre libre como para comenzar de nuevo, en paz y de corazón.

Así con aquella certeza y algo más tranquilo por la idea de devolverle a su padre la posibilidad de que fuera él mismo ese caballero que sabría cómo utilizar la espada, respiró profundo y dejó que el destino se encargara de guiarlo por el camino que en aquellos momentos era el mejor para su aprendizaje.

Habían pasado más de tres años desde que se alejara de Metzada. Había conseguido trabajo como obrero en una herrería que se dedicaba a fabricar bajo demanda de los gobiernos, todo tipo de armas que iban a parar al ejército. A Darubi aquel trabajo le permitía vivir holgadamente y encima practicar el oficio que su padre le enseñara, pero en ningún caso le permitía expresar su creatividad y su propia forma de crear empresa, dirigiéndola hacia donde él sentía que debería encaminar aquel arte del metal.

Era tan importante subsistir en cualquier territorio de la zona de Canaan, que no importaba el arte, ni nada referido a la creatividad, lo que importaba era el beneficio y la forma de enriquecerse a través de los demás. En esta reflexión fue cuando Darubi se dio cuenta de que la política de los cuatro jinetes se había hecho extensible a toda la geografía del este Mediterráneo. Una gran pena invadió al joven. En todos aquellos años, había olvidado la idea de descubrir el misterio que se ocultaba tras La Espada del Adalid. Era como si todo aquello hubiera pasado a un segundo plano. Cuando rememoraba a su padre, su corazón se encogía, pero ahora existía una duda en la admiración que le había volcado a Nasik y todo partía desde la frase que le dijo instantes antes de morir:

  • Tu madre se llama Hanna.

Si ahora estuviera vivo, lo hubiera abofeteado, le hubiera insultado por estúpido y por no haber sabido hablarle de su madre, desde el primer día en que tuvo uso de razón. Le pareció una actitud mezquina desvelarle que su madre podría estar viva y darle su nombre, cuando no podría formular ni una sola pregunta, ni obtener una sola respuesta.

Por vez primera, Nasik había provocado en Darubi, rechazo, pero al mismo tiempo, inquietud por saber más sobre quien le dio a luz. Su vida había girado tanto alrededor del padre, que en ningún momento había dejado un mínimo espacio para sentir la ausencia materna. Algo en él estaba incompleto, pero era tanta su ignorancia frente a aquella energía femenina, que le era muy difícil sentir que la podría tener muy cerca. La persona más maternal y afectiva que había conocido era la anciana Abuela Esperanza. Hubiera deseado abrazarla y preguntarle cosas sobre la naturaleza, sobre la vida más allá de la herrería. Le hubiera encantado que le explicara historias mágicas, de aquellas que sólo los niños se creen. A él nadie le había narrado una mágica experiencia, sólo hierro, fuego y la pasión de crear y crecer.

Golpeó con saña la hoja de espada que casi ya estaba terminada, en el taller todos los operarios se habían ido, sólo quedaba él y el fuego de sus pensamientos. Siguió golpeando y pensando…

Quizás si tuviera un hijo, él mismo le podría narrar aventuras, pero no las había vivido, se las tendría que imaginar. Entonces, se imaginó como sería un hijo suyo. Se preguntó si también amaría como él el oficio. Se imaginó que sí y le fascinó — Se imaginó que no y le dolió.

—Perdón — se escuchó.

Se trataba de una dulce voz femenina que acababa de entrar por la puerta, como si buscara a alguien.

—Está cerrado señora. Vuelva mañana — contestó Darubi, sin casi prestar atención a la recién llegada.

—¿Estoy buscando a una persona…? No es por trabajo.

—No creo que pueda ayudarla… lo siento — reiteró su deseo de que la mujer lo dejara sólo para continuar con sus pensamientos.

—Perdone que insista, es importante. Estoy buscando a mi hijo. Sé que se ha instalado en esta zona. Sé que es aprendiz de herrero… era su sueño.

Darubi cesó de golpear la hoja de la espada. Quiso imaginarse que aquella mujer era su madre, por vez primera lo buscaba, quería conocerlo, saber…

—Dígame, intentaré ayudarla… ¿A quién busca…? Es mi hijo Sarumi, se marchó de casa hace años, enfadado con su padre, acusándole de todas sus desgracias. Es una historia muy larga, perdone que le moleste… ¿Conoce a alguien de unos dieciocho años con ese nombre…? — le preguntó, visiblemente afectada por la desaparición de su hijo.

—No tengo idea señora, lo siento, en esta herrería no hay nadie con ese nombre.

—¿Sabe usted si hay otra herrería en este pueblo? Discúlpeme que insista.

—No, no hay más herrerías. Esta es la única en miles de pasos a la redonda.

—Gracias, era mi última esperanza.

Darubi se quedó inquieto, observando el dolor de aquella mujer que buscaba a su hijo. Por vez primera en su vida, había reparado en el dolor que se siente cuando una ausencia se produce. Se compadeció de aquella mujer de tal modo, que sintió ganas de abrazarla. Ella era una madre que buscaba a su hijo y él era un hijo que deseaba conocer a su madre.

—¡Señora! — exclamó deteniéndola antes de que cruzara la puerta — me presento. Soy Darubi. aprendiz de herrero.

A la mujer le sorprendió aquella inesperada presentación tan cercana. Notó a la perfección el deseo del muchacho de conocerse.

Darubi cerró el taller y acompañó a Korna. Dialogaron tranquilamente. Ella le habló de su familia, de su esposo, de sus hijos, de su situación. Darubi escuchaba atento, embelesado, conociendo lo que se vivía en el interior de una casa en la que existía una familia completa. Para su desgracia eso no lo había vivido nunca. El pasado de Korna era duro, aquella familia aparentemente feliz, se había desmoronado tras que el padre se obsesionara con traer riqueza. Sarumi había huido de sus exigencias. Las cosas habían ido a peor. En el pueblo, todos rumoreaban que el marido de Korna se había hecho inmensamente rico mercadeando. Una noche, mientras Korna se encontraba fuera de casa, unos contrabandistas entraron en su casa. Obligaron a su marido a que les entregaran toda su riqueza, después lo degollaron e hicieron lo mismo con sus dos pequeños, Korna y Sarumi se salvaron por estar ausentes. Aquel episodio había hecho que Korna decidiera no cesar hasta encontrar a su ahora único hijo. No había palabras de consuelo para expresarle a aquella esposa y madre lo que sentía.

Ambos, se habían quedado mirándose a los ojos, conectándose, amparándose, compadeciéndose por ser víctimas de la ambición.

—A mi padre lo mataron por un motivo similar – pudo a duras penas confesarle Darubi a la mujer.

Se abrazaron y lloraron a la vez, mezclando sus lágrimas en un único dolor. En la misma pena, en la misma sensación de frustración. Se acompañaron de corazón. Se mecieron. Se ampararon. Se amaron.

Korna y Darubi establecieron una entrañable amistad. Korna había captado la necesidad maternal del joven y estaba encantada de compartir con él su historia y darle lo que creía que tanto necesitaba, sin desistir en encontrar a su hijo. Korna no creía poder serle útil a Darubi para encontrar a su madre, sólo podía cada día expresarle, que confiara.

Cuando Korna le recordaba la fe, la imagen dulce y sonriente de Anazi, regresaba a la mente de Darubi. Interiormente siempre le agradecería haber sido su ángel.

Un buen día, mientras Darubi y sus compañeros herreros trabajaban a destajo, bajo la presión de una gran comanda del ejército, un joven de unos dieciocho años entró solicitando trabajo. Dijo tener algo de experiencia. El patrón Omónides, rápidamente lo puso a expensas de todos los aprendices, con la directriz de que usáramos al recién llegado Sarumi para portear los residuos a sus correspondientes contenedores para ser de nuevo fundidos y reutilizados. Aquella parte del trabajo a ninguno le gustaba.

Darubi lo tuvo claro. Aquel era el hijo de Korna. Decidió observarlo, sin decir nada, sin mediar palabra sobre su madre. Temió que se asustara y se marchara por miedo a que ella lo encontrara. Sería mejor que se hicieran buenos amigos.

Darubi le comunicó a Korna que su hijo había aparecido por la herrería, su intención era tranquilizarla, transmitirle que él estaba bien. Le rogó que no se acercara por allí. Que le dejara libre para saber que era capaz de valerse por sí mismo.

Korna había estado de acuerdo. Valoraba cada palabra que Darubi le daba y lo mismo ocurría al revés.

Cierta mañana sucedió algo imprevisible, Sarumi había seguido a su compañero Darubi con la idea de conocer mejor a su compañero de trabajo, a Sarumi aquel joven siempre le había tratado muy bien, tanto que era con quien mejor se entendía en el taller. Lo que no se imaginaba Sarumi era que el herrero iba a reunirse con una mujer. La sorpresa fue cuando descubrió que aquella mujer era su madre.

El joven se acercó a ambos con cierto reparo, sin saber cómo sería recibido por su madre, ni si aquello era un complot para boicotear su nueva vida. Su sorpresa fue que Korna no estaba allí para llevárselo a casa, sino para ofrecerle su total confianza. Darubi dejó a solas a madre e hijo, mientras se fundían en un abrazo de dolor cuando el hijo se enteró de lo ocurrido con el resto de la familia.

El destino había hecho que aquellas tres personas se reunieran y formaran una nueva familia. Una familia de alma.

Así fue como Darubi por vez primera tuvo madre y tuvo un hermano. Se sentía feliz por aquella oportunidad, no la cambiaría por nada.

El rencor hacia su padre se había esfumado, sino hubiera sido por su muerte todo aquello no habría sucedido. El dolor hacia la ausencia de su madre, se había aplacado, Korna era la mejor madre que un hijo pudiera tener.

Así en esa gratitud, y después de mucho tiempo, una frase regresó a su mente:

—Sólo el verdadero caballero, el Adalid, sabe cómo usarla.

De repente una gran luz estalló en su interior, lo había comprendido, acababa de entender el misterio de La Espada del Adalid. Lo tenía claro. Rio y lloró a la vez. Su padre era un mago. Su padre se lo había estado diciendo a todo el mundo todo el tiempo y nadie había sabido escucharlo.

El caballero es el que no lucha contra la realidad que vive. Es el que empuña y sostiene en sus manos la espada, la que representa una prolongación de sí mismo, conteniendo todas sus experiencias. Cuando el caballero comprende que existe una razón superior para vivir algo que considera injusto, es porque algo que le dará mucha más riqueza está en su porvenir. Sólo cuando la aceptación es verdadera, la espada es para ti, porque entonces ya eres el Adalid. Mientras su veneno te mata y te aleja de lo mejor que te queda por vivir.

Los jinetes habían matado al Herrero, destruido la Casa de Tiamat, pero lo que no sabían era que lustros después, en pleno desierto, bajo la estrella de Sothis, diversas mujeres levantaban la Tienda Roja, recuperando el espacio único, amparadas por el aire silente y las doradas dunas.

Siglos después, las aventuradas, aún pueden localizar el lugar exacto en el que se levanta tan ilustre espacio, sólo para ellas y para su sabiduría.

©Joanna Escuder

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